ANNABETH XXII

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Annabeth decidió que los monstruos no la matarían. Ni tampoco la atmósfera venenosa, ni el traicionero paisaje con sus fosos, sus acantilados y sus rocas puntiagudas.

No. Lo más probable es que muriera de una sobredosis de situaciones raras que le harían explotar el cerebro.

Aunque había que rebobinar un poco.







—Se supone que estás muerto—dijo Percy, con tono gélido.

Tenía las pupilas muy dilatadas. Se aferraba a su tridente con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos.

Adamas se cruzó de brazos.

Adelante, diosecillo, ataca si te atreves.

Annabeth tragó saliva. Normalmente no se preocuparía por ver a Percy entrar en combate, pero acaba de ver a ese dios metálico acabar con Kelli como si no significase absolutamente nada, no le agradaban sus posibilidades.

—Percy... ¿quién se supone qué...?

El dios le señaló con la cabeza.

Vamos, chico, díselo.

Percy desvió la mirada.

—Yo no recibo órdenes de...

—Percy—insistió Annabeth—. Por favor.

El joven exhaló un bufido.

—Es sólo una leyenda—explicó finalmente—. Una que se ha transmitido por generaciones entre los hijos de Poseidón. A mí me la contó Tritón la última vez que estuve en el palacio de mi padre. Dicen que hace mucho tiempo, después de que Zeus derrotase a Cronos, su hermano mayor Adamas intentó derrocarlo y hacerse con el Olimpo.

—Y voy a presuponer que no salió muy bien—dijo Annabeth, pero de inmediato se arrepintió al sentir los ojos del dios de la conquista sobre ella—. Lo siento...

Adamas suspiró.

No lo sientas, niña—gruñó—. Obviamente las cosas no salieron tan bien como lo esperaba—apretó su puño—. Creí haberlo tenido todo bien calculado. Liberé a los titanes y gigantes del Tártaro, domé a Tifón y lo sometí a mi voluntad, y aseguré el apoyo de varios dioses de la corte de Zeus, Hermes incluido.

Annabeth tragó saliva. Hermes siempre la había resultado un dios inquietante, pero la idea de que pudiese traicionar a Zeus y ayudar a organizar una guerra contra el Olimpo le aterraba. Le recordaba demasiado a Luke Castellan.

—Dijiste... ¿Tifón?—preguntó Annabeth—. ¿Y también los gigantes y titanes?

Adamas se encogió de hombros.

Esencialmente cualquiera que no estuviese de acuerdo con Zeus—señaló—. Pero mi poder seguía siendo insuficiente. Incluso con la capacidad de librar una guerra, no podría vencer a Zeus por mí mismo. Necesitaba algo de ayuda...

—La ayuda de mi padre—concluyó Percy.

Adamas asintió sombríamente.

Asegurando el apoyo de Poseidón, el destino de Zeus estaría sellado—afirmó—. Pero... no contaba con cierto... inconveniente.

—Los dioses no necesitan ejércitos—recitó Percy—. No necesitan traicionar, y no necesitan apoyo.

El dios rodó los ojos.

GIGANTOMAQUIA: La Casa de HadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora