PERCY LXVII

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Hasta el momento, su plan de camuflaje con la Niebla de la Muerte parecía estar dando resultado. De modo que, como era natural, Percy esperaba que fracasara estrepitosamente en el último momento.

A quince metros de las Puertas de la Muerte, él y Annabeth se quedaron paralizados.

—Oh, dioses...—murmuró Annabeth—. Son iguales.

Percy sabía a lo que se refería. Enmarcado en hierro estigio, el portal mágico estaba compuesto de una serie de puertas de ascensor: dos paneles de color negro y plateado con grabados art déco. Exceptuando el detalle de que los colores estaban invertidos, eran idénticos a los ascensores del Empire State, la entrada del Olimpo.

Al ver las puertas, Percy sintió tanta nostalgia que se quedó sin aliento. No sólo echaba de menos el palacio del Olimpo. Echaba de menos todo lo que había dejado atrás: Nueva York, el Campamento Mestizo, su madre y su padrastro. Los ojos le escocían. No se atrevía a hablar.

Las Puertas de la Muerte parecían una ofensa personal, concebidas para recordarle todo lo que él no podía recordar.

Cuando se recuperó de la sorpresa inicial, se fijó en otros detalles: la escarcha que se extendía desde la base de las puertas, el fulgor morado que brillaba en el aire alrededor de ellas y las cadenas que las sujetaban con firmeza.

Cadenas de hierro negro bajaban por cada lado del marco, como los cables de sujeción de un puente colgante. Estaban sujetas a unos ganchos clavados en el las paredes de aquella cámara. Los dos titanes, Crío e Hiperión, montaban guardia ante los puntos de anclaje.

Mientras Percy observaba, todo el marco vibró. Un relámpago negro brilló en el cielo. Las cadenas se sacudieron, y los titanes plantaron los pies en los ganchos para afianzarlos. Las puertas se abrieron deslizándose y dejaron a la vista el interior dorado de un ascensor.

Percy se puso tenso, listo para avanzar a toda velocidad, pero Adamantino le posó la mano en el hombro.

Espera—advirtió.

Hiperión gritó a la multitud que lo rodeaba:

—¡Grupo A-22! ¡Deprisa, haraganes!

Una docena de cíclopes avanzaron corriendo, agitando unos pequeños billetes rojos y gritando entusiasmados. No deberían haber podido entrar en unas puertas de tamaño humano, pero a medida que los cíclopes se acercaban, sus cuerpos se deformaban y se encogían, y las Puertas de la Muerte los absorbieron.

El titán Crío pulsó el botón de subida situado en el lado derecho del ascensor. Las puertas se cerraron.

El marco vibró otra vez. Los relámpagos oscuros se desvanecieron.

Debes entender cómo funciona—murmuró Adamantino. Se llevó una mano al costado del casco, como si estuviese hablando por un comunicador, quizá para que los otros monstruos no se preguntaran con quién estaba hablando—. Cada vez que las puertas se abren, intentan teletransportarse a un nuevo lugar. Thanatos las hizo así para que sólo él pudiera encontrarlas. Pero ahora están encadenadas. Las puertas no pueden cambiar de sitio.

—Entonces cortemos las cadenas—susurró Annabeth.

Percy miró la silueta brillante de Hiperión. La última vez que había luchado contra el titán, había agotado todas sus fuerzas. Percy había estado a punto de morir. Y allí había dos titanes, con varios miles de monstruos de refuerzo.

—¿Nuestro camuflaje desaparecerá si hacemos algo agresivo como cortar las cadenas?—preguntó.

No lo sé—dijo el dios.

—Tendrás que distraerlos, Adamantino—decidió Annabeth—. Percy y yo rodearemos a los dos titanes sin que nos vean y cortaremos las cadenas desde atrás.

Sí, bien—bufó Adamantino—. Sólo hay un problema: cuando estéis dentro de las puertas, alguien deberá quedarse fuera para pulsar el botón y defenderlo.

Percy intentó tragar saliva.

—Eh... ¿defender el botón?

Adamantino asintió con la cabeza.

Alguien deberá mantener apretado el botón de subir durante doce minutos o el trayecto no se completará.

Percy echó un vistazo a las puertas. Efectivamente, Crío todavía apretaba el botón con el pulgar. Doce minutos... Tendrían que apartar a los titanes de las puertas de alguna forma. Luego Adamantino, Percy o Annabeth tendrían que mantener el botón apretado doce largos minutos, en medio de un ejército de monstruos en el corazón de Tártaro, mientras los otros dos se trasladaban al mundo de los mortales. Era imposible.

—¿Por qué doce minutos?—preguntó Percy.

No lo sé—gruñó Adamantino—. ¿Por qué doce dioses del Olimpo o doce titanes?

—Porque el décimo tercero hizo una idiotez—decidió Percy, pero le quedó un sabor amargo en la boca.

—¿A qué te refieres con lo de que el trayecto no se completará?—preguntó Annabeth—. ¿Qué les pasaría a los pasajeros?

Adamantino no contestó. A juzgar por su crudo silencio, Percy decidió que no quería estar dentro del ascensor si se paraba entre el Helheim y Midgard.

—Si pulsamos el botón durante doce minutos—dijo Percy— y las cadenas se cortan...

Las puertas deberían reajustarse—dijo Adamantino—. Se supone que es lo que hacen. Desaparecerán del Tártaro y aparecerán en otra parte, donde Gaia no pueda utilizarlas.

—Thanatos podrá reclamarlas—dijo Annabeth—. La muerte volverá a su estado normal, y los monstruos perderán el atajo al mundo de los mortales.

Percy espiró.

—Fácil. Menos... bueno, menos todo.

Yo apretaré el botón—se ofreció Adamantino.

Una mezcla de emociones se agitaron dentro de Percy: pena, tristeza, gratitud y culpabilidad, concentrándose en un cemento emocional.

—No podemos pedirte eso, Adamas. No podemos dejarte aquí rodeado por las fuerzas de Gaia.

Me les arreglaré—descartó Adamantino con una mano—. Alguien tiene que apretar el botón. Y cuando las cadenas estén cortadas... mis tíos lucharán para impedir que paséis. No querrán que las puertas desaparezcan.

Percy contempló la interminable horda de monstruos. Aunque dejara que Adamantino se sacrificase, ¿cómo podría defenderse un dios contra tantos durante doce minutos mientras mantenía un dedo en un botón?

El cemento se asentó en el estómago de Percy. Siempre había sospechado cómo acabaría todo. Él tendría que quedarse. Mientras Adamantino repelía al ejército, Percy mantendría apretado el botón del ascensor y se aseguraría de que Annabeth llegara sana y salva.

De algún modo, tenía que convencerla de que se fuera sin él. Mientras ella estuviera a salvo y las puertas desaparecieran, moriría sabiendo que había hecho algo bien.

—¿Percy...?

Annabeth lo miraba fijamente, con un dejo de suspicacia en la voz.

Era demasiado lista. Si Percy la miraba a los ojos, sabría exactamente lo que estaba pensando.

—Lo primero es lo primero—dijo—. Vamos a cortar las cadenas.

GIGANTOMAQUIA: La Casa de HadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora