PERCY XLIX

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Si la demonio sollozante era lo que Adamantino entendía por ayuda, Percy se hizo una idea de por qué su plan de derrocar a Zeus había fallado tan miserablemente.

Sin embargo, Adamantino avanzó. Percy se sintió obligado a seguirlo. Por lo menos esa zona era menos oscura; no estaba exactamente bien iluminada, pero había una espesa niebla blanca.

¡Aclis!—gritó el dios.

La criatura levantó la cabeza, y el estómago de Percy gritó.

Su cuerpo era horrible. Parecía una víctima de la hambruna: miembros como palos, rodillas hinchadas y codos nudosos, harapos que hacían las veces de ropa, uñas de manos y de pies rotas. El polvo cubría su piel y se amontonaba en sus hombros, como si se hubiera duchado en el fondo de un reloj de arena.

Su cara era desoladora. Sus ojos hundidos y legañosos lloraban a mares. La nariz le moqueaba como una cascada. Su ralo cabello gris estaba enredado con mechones grasientos, y tenía las mejillas llenas de raspazos y manchadas de sangre como si se hubiera arañado.

Percy no soportaba mirarla, de modo que bajó la vista. Sobre sus rodillas había un antiguo escudo: un maltrecho círculo de madera y bronce con un retrato pintado de la propia Aclis sosteniendo un escudo, de modo que la imagen parecía perpetuarse eternamente, cada vez más pequeña.

—Ese escudo...—murmuró Annabeth—. Eso es.... Creía que era una leyenda.

—Oh, no—dijo gimiendo la vieja bruja—. El escudo de Heracles. Él me pintó en la superficie para que sus enemigos me vieran durante sus últimos momentos de vida: la diosa del sufrimiento—tosió tan fuerte que a Percy le dolió el pecho—. Como si el niño mimado del Olimpo supiera lo que es el auténtico sufrimiento. ¡Ni siquiera es un buen retrato!

Percy apretó los puños. Sólo había conocido a Heracles por una tarde, pero sentía tanto apego al dios de la justicia como hacia con sus hermanos y familia. Aquella demonio no tenía tan siquiera el derecho de pronunciar el nombre del orgullo de Grecia.

—¿Qué hace aquí su escudo?—preguntó Percy.

La diosa lo miró con sus húmedos ojos lechosos. Las mejillas le empezaron a chorrear sangre y mancharon su andrajoso vestido de puntos rojos.

—Lo mismo que su espada, asumo yo—dijo, señalando el tridente de Percy—. Él ya no lo necesita. Un recordatorio, supongo, de que ningún escudo es suficiente. Al final, el sufrimiento se apoderará de todos vosotros. Hasta de Heracles.

Percy se acercó muy lentamente a Annabeth. Trató de recordar qué hacían allí, pero le costaba pensar a causa de la sensación de desesperanza. Oyendo hablar a Aclis, no le extrañaba que se hubiera arañado las mejillas. La diosa irradiaba dolor puro.

—Adamas...—dijo Percy—, no deberíamos haber venido.

El dios mantuvo su fría e inexpresiva mirada robótica completamente quieta. Percy no sabía que rostro ocultaba su tío tras esa máscara de mosca, pero le preocupaba el hacerse una idea.

Aclis controla la Niebla de la Muerte—dijo con firmeza—. Ella puede ocultarlos.

—¿Ocultarlos?—Aclis emitió un sonido borboteante. O se estaba riendo o se estaba ahogando—. ¿Por qué iba a hacer yo eso?

Deben llegar a las Puertas de la Muerte—ordenó Adamantino.

—¡Imposible!—repuso Aclis—. Los ejércitos de Tártaro os encontrarán. Os matarán.

Annabeth desenvainó despreocupadamente su antinatural espada y comenzó a darle vueltas distraídamente, un gesto que a los ojos de Percy le dio un aire intimidante y sexy a lo princesa guerrera.

GIGANTOMAQUIA: La Casa de HadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora