PERCY XLVIII

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Percy añoraba el siniestro laboratorio aterrador.

Nunca pensó que echaría de menos dormir en la camilla de bidisección de un depresivo dios oscuro de Asia menor a mitad de un supurante pozo negro, pero en ese momento le parecía los jardines del Valhalla.

Él, Annabeth y Adamantino avanzaban dando traspiés en la oscuridad; el aire era denso y frío, y en el suelo se alternaban las parcelas de rocas puntiagudas con los charcos de fango. El terreno parecía pensado para que Percy no pudiera bajar la guardia en ningún momento. Hasta caminar tres metros resultaba agotador.

Percy había partido de la guarida del dios oscuro sintiéndose otra vez fuerte, con la cabeza despejada y la barriga llena. Ahora tenía molestias en las piernas. Le dolían todos los músculos. Se puso una túnica de monje que había en su mochila sobre su camiseta hecha jirones, pero no logró entrar en calor.

Su foco de atención se reducía al suelo que tenía delante. No existía nada más que eso y Annabeth a su lado.

Cada vez que tenía ganas de rendirse, de dejarse caer y de morirse (cosa que le pasaba cada diez minutos), alargaba el brazo y le tomaba la mano para acordarse de que había calidez en el mundo.

Después de la conversación de Annabeth con Belcebú, Percy estaba preocupado por ella. Annabeth no sucumbía a la desesperación fácilmente, pero mientras caminaban se enjugaba las lágrimas de los ojos, procurando que Percy no la viera. Él sabía que no soportaba que sus planes no salieran bien. Estaba convencida de que necesitaban la ayuda del Señor de las Moscas, pero el dios maldito los había rechazado.

Una parte de Percy sentía alivio. Bastante preocupado estaba ya por sí mismo. No estaba seguro de querer a alguien como Belcebú como su mano derecha.

Se preguntaba lo que había pasado después de su partida del derruido hogar de Belcebú. No había oído a sus perseguidores desde hacía horas, pero podía percibir su odio... sobre todo el de Polibotes. El gigante estaba en alguna parte, siguiéndolos, empujándolos cada vez más dentro del Helheim.

Percy trataba de pensar en cosas positivas para mantener la moral alta: el lago del Campamento Mestizo, la vez que había besado a Annabeth debajo del agua... Trataba de imaginárselos a los dos juntos en la Nueva Roma, paseando por las colinas tomados de la mano. Pero tanto el Campamento Júpiter como el Campamento Mestizo le parecían un sueño. Se sentía como si sólo existiera el Infierno. Ese era el mundo real: muerte, oscuridad, frío y dolor. Todo lo demás habían sido imaginaciones suyas.

Se estremeció. No. Era el foso, que estaba hablando con él, minando su determinación. Se preguntaba cómo Nico había sobrevivido solo allí abajo sin volverse loco. Ese chico era más fuerte de lo que Percy había creído. Cuánto más se adentraban en el inframundo, más difícil resultaba concentrarse.

—Este sitio es peor que el río Cocito—murmuró.

—contestó Adamantino—. Mucho peor. Eso significa que estamos cerca.

"¿Cerca de qué?"—se preguntó Percy. Pero no tenía fuerzas para preguntar.

Annabeth entrelazó sus dedos con los de él. Tenía un rostro precioso a la luz de su tridente de bronce.

—Estamos juntos—le recordó ella—. Saldremos de esta.

Percy había estado muy preocupado intentando levantarle el ánimo, y allí estaba ella tranquilizándolo.

—Sí—convino—. Es pan comido.

—Pero la próxima vez quiero que vayamos a otro sitio en plan parejita—dijo ella.

—París era bonito—recordó él.

Ella forzó una sonrisa. Hacía meses, antes de que Percy cayera amnésico, habían cenado en París una noche, cortesía de Hermes. Parecía que hubiera pasado una eternidad.

—Me conformo con la Nueva Roma—propuso ella—. Siempre que tú estés conmigo.

Annabeth era genial. Por un instante, Percy recordó lo que era sentirse feliz. Tenía una novia increíble. Podían tener un futuro juntos.

Entonces la oscuridad se dispersó emitiendo un gran suspiro, como el último aliento de un dios moribundo. Delante de ellos se abría un claro: un campo árido lleno de polvo y piedras. En el centro, a unos veinte metros de distancia, había una espantosa figura de mujer arrodillada, con ropa andrajosa, miembros esqueléticos y piel de color verde correoso. Tenía la cabeza agachada mientras sollozaba en voz baja, y el sonido quebrantó todas las esperanzas de Percy.

Se dio cuenta de que la vida era inútil. Sus esfuerzos no servían de nada. Aquella mujer derramaba lágrimas como si llorara la muerte del mundo entero.

Ya hemos llegado—anunció Adamantino, cerrando la mascara de su casco metálico—. Aclis puede ayudaros.

GIGANTOMAQUIA: La Casa de HadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora