FRANK XX

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Entraron por los pelos.

En cuanto su anfitrión acabó de echar los cerrojos, los monstruos empezaron a rugir y a aporrear la puerta hasta hacerla vibrar en los goznes.

—No pueden entrar—prometió el joven con ropa vaquera—. ¡Ahora estáis a salvo!

—¿A salvo?—preguntó Frank—. ¡Hazel se está muriendo!

Su anfitrión frunció el entrecejo, como si no le hiciera gracia que Frank echara por tierra su buen humor.

—Vale, vale. Tráela por aquí.

Frank llevó a Hazel en brazos al interior del edificio siguiendo al joven. Nico le ofreció ayuda, pero Frank no la necesitaba. Hazel no pesaba nada, y el cuerpo de Frank rebosaba adrenalina. Notaba que Hazel estaba temblando, de modo que por lo menos sabía que seguía viva, pero tenía la piel fría. Sus labios habían adquirido un tono verdoso.

Los ojos todavía le picaban a causa del aliento del monstruo. Tenía los pulmones como si hubiera inhalado una col en llamas. No sabía por qué el gas le había afectado menos que a Hazel. Tal vez a ella le había entrado más en los pulmones. Habría dado cualquier cosa por cambiarse por ella si con eso la pudiera salvar.

Comenzó a sentir muchísimo frío y nauseas, respiraba con dificultad y le temblaban las extremidades. Su corazón latía débilmente y a muy duras penas podía respirar. Estaba sintiendo la misma agonía que Hazel, si se quedaba junto a ella mucho tiempo más moriría a su lado.

La sala de estar de la casa era una especie de invernadero. Alineadas a lo largo de las paredes había mesas con bandejas para plantas bajo tubos fluorescentes. El aire olía a solución fertilizante. ¿Acaso los venecianos practicaban la jardinería dentro de casa porque estaban rodeados de agua y no de tierra? Frank no estaba seguro, pero no perdió el tiempo preocupándose por ello.

El salón de la parte trasera era una combinación de garaje, residencia universitaria y laboratorio informático. Contra la pared izquierda había una hilera brillante de servidores y ordenadores portátiles, cuyos salvapantallas lucían imágenes de campos arados y tractores. Contra la pared derecha se agrupaba una cama individual, una mesa desordenada y un armario abierto lleno de ropa vaquera de repuesto y un montón de instrumentos de granja, como horcas y rastrillos.

La pared del fondo era una enorme puerta de garaje. A su lado había aparcado un carro sin techo de un solo eje, como los carros con los que Frank había corrido en el Campamento Júpiter. Unas gigantescas alas con plumas salían de los lados del compartimento del piloto. Enroscada alrededor del borde de la rueda izquierda, una pitón moteada roncaba sonoramente.

Frank no sabía que las pitones pudieran roncar. Esperaba no haber roncado la noche anterior convertido en pitón.

—Deja a tu amiga aquí—dijo el joven con ropa vaquera.

Frank colocó con cuidado a Hazel en la cama. Le quitó la espada y trató de ponerla cómoda, pero estaba flácida como un espantapájaros. Decididamente, su tez tenía un matiz verdoso.

—¿Qué eran esas vacas?—preguntó Frank—. ¿Qué le han hecho?

—Catoblepas—dijo su anfitrión—. En griego, katobleps significa "el que mira hacia abajo". Se llaman así porque...

—Siempre están mirando hacia abajo—Nico se dio una palmada en la frente—. Claro. Recuerdo haber leído algo sobre ellos.

Frank le lanzó una mirada furibunda tras la venda.

—¿Y te acuerdas ahora?

Nico agachó la cabeza casi tanto como un catoblepas.

—Yo, ejem... solía jugar a un ridículo juego de cartas cuando era más pequeño. Mitomagia. Una de las cartas de los monstruos era la del catoblepas.

GIGANTOMAQUIA: La Casa de HadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora