PERCY LXVIII

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—Tiene que ser una broma...—murmuró Hiperión—. Adamas... ¿está vivo?

Adamantino avanzó pesadamente con el entrecejo fruncido.

No, idiota, soy su gemelo malvado—gruñó—. ¡Claro que estoy vivo!

Percy se dirigió sigilosamente al lado derecho de las puertas. Annabeth se acercó furtivamente a la izquierda. Los titanes no dieron muestras de verlos, pero Percy no se arriesgó. Los monstruos más pequeños guardaban una distancia respetuosa con los titanes, de modo que había suficiente espacio para maniobrar alrededor de las puertas. Sin embargo, Percy era muy consciente de la multitud que gruñía detrás de él.

Annabeth había elegido el lado que Hiperión estaba vigilando, partiendo de la teoría de que era más probable que percibiera a Percy. Al fin y al cabo, Percy era quien lo había matado A Percy le parecía bien. Después de estar tanto tiempo en el Helheim, apenas podía mirar la ardiente armadura dorada de Hiperión sin que se le nublara la vista.

En el lado de las puertas en el que Percy se encontraba, Crío permanecía callado y siniestro, con la cara tapada por su yelmo de cabeza de carnero. Mantenía un pie sobre el ancla de las cadenas y el pulgar en el botón de subida.

Adamantino se situó de cara a los titanes. Plantó la guadaña y se cruzó de brazos.

Podría hacerles la misma pregunta que me acaban de hacer—dijo—. Hasta donde sabía, ambos fueron asesinados por esos semidioses hijos de mis hermanos pequeños.

Hiperión ladeó la cabeza.

—Las Puertas de la Muerte hacen maravillas—respondió—. Imagino que Gaia también lo trajo de vuelta como a nosotros, ¿no es así? No sé por qué el cambio de imagen, pero me agrada. Ya era hora de que apareciera alguien para poner orden. Crío y yo llevamos meses aquí atrapados...

—Semanas—lo corrigió Crío, cuya voz sonaba como un rumor grave dentro del yelmo.

—¡Lo que sea!—dijo Hiperión—. Vigilar estas puertas y dejar pasar a los monstruos obedeciendo órdenes de Gaia es aburrido. Crío, ¿cuál es el siguiente grupo?

—El Rojo Doble—respondió su hermano.

Hiperión suspiró. Las llamas brillaron más intensamente a través de sus hombros.

—El Rojo Doble. ¿Por qué pasamos del A-22 al Rojo Doble? ¿Qué clase de sistema es ese?—se volvió hacia Adamantino—. Este trabajo no es para mí: ¡El señor de la luz! ¡El titán del este! ¡El amo del amanecer! ¿Por qué me veo obligado a esperar en la oscuridad mientras los gigantes entran en combate y se llevan toda la gloria? A ver, en el caso de Crío lo puedo entender...

—A mí me tocan las peores tareas—murmuró Crío, con el pulgar todavía en el botón.

—Pero, ¿yo?—dijo Hiperión—. ¡Es ridículo! Seguro estará de acuerdo, señor Adamas, que nuestro sitió está en el campo de batalla.

Percy llegó al gancho del ancla. Quitó el capuchón de su bolígrafo, y Contracorriente se estiró cuan larga era. Crío no reaccionó. Su atención estaba centrada en Adamantino, quien acababa de situar la punta de su lanza a la altura del pecho de Hiperión.

Harás lo que Gaia te diga que hagas, como el perro faldero que siempre has sido—dijo el dios, sin alterar la voz—. Alardeas demasiado, Hiperión. Brillas y echas fuego, pero Perseus Jackson, el pequeño hijo semidiós de mi hermano, te venció de todas formas. He oído que te convertiste en un bonito árbol en Central Park.

Los ojos de Hiperión ardían.

—Ten cuidado, sobrino...

Por lo menos yo caí en manos del padre, un dios todopoderoso—prosiguió Adamantino—. Poseidón es alguien con quien no debí meterme. Pero sus hijos jamás los he considerado una amenaza. No obstante, a ti te derrotaron las pálidas imitaciones de las técnicas de mi hermano. Seguiste a ciegas a Cronos. Y ahora recibes órdenes de Gaia.

GIGANTOMAQUIA: La Casa de HadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora