ANNABETH XL

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¿Lo más insultante de todo?

Que el drakon era fácilmente la criatura más bonita que Annabeth había visto desde que había caído al Helheim. Su piel estaba cubierta de motas amarillas y verdes, como la luz del sol a través del manto de un bosque. Sus ojos reptiles eran de un tono verde mar que Annabeth amaba. Cuando su gorguera de escamas se desplegó alrededor de su cabeza, Annabeth no pudo evitar pensar en lo regio que era el monstruo que estaba a punto de matarla.

Era perfectamente tan largo como un tren de metro. Sus enormes garras se clavaban en el lodo a medida que avanzaba y su cola se agitaba de un lado al otro. El drakon siseaba, escupiendo chorros de veneno verde que humeaba en el suelo e incendiaba pozos de alquitrán, y llenaba el aire de aroma a pino fresco y jengibre. Incluso olía bien. Como la mayoría de los drakones, no tenía alas, era más largo y tenía más aspecto de serpiente que de un dragón, y parecía hambriento.

—Adamantino...—dijo Annabeth—, ¿a qué nos enfrentamos?

A un drakon meonio—dijo el dios—. De Meonia.

Más información útil. Annabeth habría pegado a Adamantino en la cabeza con su guadaña si hubiera podido levantarla.

—¿Existe alguna forma de que podamos matarlo?

Probablemente—dijo Adamantino—. Pero, ¿para qué molestarse?

El drakon rugió y llenó el aire de más veneno de pino y jengibre, que habría resultado un excelente aroma de ambientador para coche.

—Pon a Percy a salvo—dijo Annabeth—. Yo lo distraeré.

No tenía ni idea de cómo iba a hacerlo, pero era su única opción. No podía dejar morir a Percy mientras tuviera fuerzas para mantenerse en pie.

No hace falta—dijo Adamantino—. En cualquier momento...

Annabeth pegó un respingo. Con un chasquido, las puertas con el dibujo de la mosca se abrieron de par en par, dejando escapar oscuridad pura.

Una neblina cubrió el suelo mientras un individuo salía silenciosamente de la cúpula, vestido con ropajes de monje cristiano, pero de un color negro puro y con adornos en el cuello que se asemejaban a los extraños ojos de una mosca.

Su cabello era oscuro, su piel clara y sus ojos rojos. Su presencia le resultaba inquietante y desagradable hasta los huesos a Annabeth.

Sin siquiera mirarlos, se encaminó hacia la bestia con la cabeza gacha y aire triste de derrota. El drakon escupió veneno, pero este se desvió en todas direcciones sin siquiera tocar la piel del extraño individuo.

El sujeto suspiró con pesadez, como si ya supiese que eso iba a suceder y estuviese cansado de ello. El drakon le rodeó la cintura de un latigazo y lo acercó a sus dientes rechinases. Pero en cuanto estuvo lo bastante cerca, la cabeza del monstruo simplemente se le cayó, cercenada por una veloz fuerza invisible.

—Demasiado débil...—murmuró el sujeto para sí, aterrizando intacto en el suelo—. Parece ser que Gaia ya perdió el interés en mí, después de todo...

Adamantino bufó.

Ya estamos otra vez...

El desconocido se volvió hacia él.

—No pensé que regresarías tan pronto, Adamas.

Annabeth retrocedió ligeramente. Por instinto buscó su daga, pero ya no la tenía. Acercó la mano a la empuñadura de su espada, pero después de ver lo que había sido del drakon, tenía miedo de tan siquiera moverse.

Sólo entonces reparó en sus alrededores. Decenas, sino es que cientos, de cuerpos putrefactos. Cadáveres de toda clase de monstruos, todos ellos partidos en pedazos, con enjambres y enjambres de moscas revoloteando a su alrededor.

—Eh... Adamantino... ¿quieres presentarnos?

La mirada del dios oscuro se posó sobre ella, y Annabeth sintió el deseo de ser tragada por la tierra.

—Mi nombre es Belcebú—dijo con tono seco—. A veces solamente llamado Baal. Ahora, dime, semidiosa, ¿qué haces en el pozo que ahora llamamos Helheim?

Ella apretó los dientes.

—A-Adamantino... prometió que... podría ayudarnos...

—¿Una promesa?—Belcebú miró al dios de la conquista. Sus ojos rojos emitieron un brillo de interés—. ¿Por qué iba a prometer Adamas que os ayudaría?

Adamantino exhaló un bufido.

Vamos, idiota depresivo—dijo—. Eres el mayor experto científico que hay por aquí.

—Soy el único experto científico que queda vivo por aquí—lo corrigió Belcebú.

Adamantino tragó saliva.

¿Puedes curar el veneno del chico?

Annabeth observó a Belcebú, quien no parecía interesado en lo absoluto.

—Estoy ocupado en este momento—siseó, volviéndose para entrar en su laboratorio.

¡Es el sobrino de Hades!—insistió Adamantino—. Un sobrino importante para él, hay que aclarar...

Belcebú se detuvo en seco, exhalando un nuevo suspiro.

—Entren—gruñó—. Y que sepas, Adamas, que esto sólo lo hago por Hades.

GIGANTOMAQUIA: La Casa de HadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora