ANNABETH XXV

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Al poco rato, Annabeth tenía los pies como baba de titán. Avanzaba con paso resuelto siguiendo a Adamantino y escuchando los sonidos mecánicos de sus articulaciones al andar.

"Estate alerta"—se decía a sí misma, pero resultaba difícil.

Tenía la mente tan embotada como las piernas. De vez en cuando, Percy le tomaba la mano y hacía un comentario alentador, pero ella notaba que el oscuro paisaje también le estaba afectando. Sus ojos tenían un lustre apagado, como si su espíritu se estuviera extinguiendo poco a poco.

"Cayó al Infierno para estar contigo"—dijo una voz dentro de su cabeza—. "Si muere, será culpa tuya"

—Basta ya—dijo Annabeth en voz alta.

Percy frunció el entrecejo.

—¿Qué?

—No, no te lo decía a ti—trató de esbozar una sonrisa tranquilizadora, pero fue incapaz—. Estaba hablando conmigo misma. Este sitio... me está volviendo loca. Tengo pensamientos siniestros.

Las arrugas de preocupación se acentuaron alrededor de los ojos de color azul brillante de Percy.

—Hey, Adamas, ¿adónde vamos exactamente?

Ya se los dije—gruñó el dios—. La Niebla de la Muerte.

Annabeth contuvo su irritación.

—Pero ¿qué significa eso?

Para explicárselos tendría que pronunciar muchos nombres—Adamantino miró atrás—. No me parece buena idea, ¿o tú que crees, diosecilla?

Annabeth suspiró. Él tenía razón. Los nombres tenían poder, y pronunciarlos allí abajo probablemente fuera peligroso.

—¿Puedes decirnos al menos cuánto falta para llegar?—preguntó.

No lo sé—admitió Adamantino—. A cada segundo que pasa, el Helheim se transforma y corrompe más y más. Esperaremos en la oscuridad a que oscurezca más. Luego iremos de lado, supongo.

—De lado—murmuró—. Naturalmente.

Estuvo tentada de pedir un descanso, pero no quería parar. No allí, en aquel sitio frío y oscuro. La niebla negra se le metía en el cuerpo y volvía sus huesos de poliexpán húmedo.

Se preguntaba si su mensaje llegaría hasta Rachel Dare. Si Rachel pudiera trasladar su propuesta a Reyna sin que la mataran...

"Una esperanza ridícula"—dijo la voz dentro de su cabeza—. "No has hecho más que poner en peligro a Rachel. Aunque encuentre a los romanos, ¿por qué debería confiar Reyna en ti después de todo lo que ha pasado?"

Annabeth tuvo la tentación de gritarle a la voz, pero resistió el impulso. Aunque se estuviera volviendo loca, no quería que también lo pareciera.

Necesitaba desesperadamente algo que le levantara el ánimo. Un trago de agua de verdad. Un instante de luz del sol. Una cama calentita. Una palabra amable de su madre.

Aquí—anunció Adamantino.

Se detuvo tan súbitamente que Annabeth estuvo a punto de chocarse contra él.

El dios miraba hacia su izquierda, como si estuviera absorto en sus pensamientos.

—¿Es este el sitio?—preguntó Annabeth—. ¿Es aquí donde tenemos que ir de lado?

—contestó Adamantino—. O, bueno, realmente eso espero. ¿A ustedes les parece lo suficientemente oscuro?

Annabeth no sabía si era en realidad más oscuro, pero el aire parecía más frío y más denso, como si hubieran entrado en un microclima distinto. De nuevo se acordó de San Francisco, donde podías ir andando de un barrio a otro y la temperatura podía bajar diez grados.

Adamantino se desvió a la izquierda. Lo siguieron. Decididamente, el aire se enfrió. Annabeth se pegó a Percy en busca de calor. Él la rodeó con el brazo. Resultaba agradable estar cerca de él, pero no podía relajarse.

Penetraron en una especie de bosque. Imponentes árboles negros se elevaban en la penumbra, totalmente redondos y desprovistos de ramas, como monstruosos folículos capilares. El terreno era llano y claro.

"Con la suerte que tenemos"—pensó Annabeth—, "seguro que estamos atravesando el sobaco de Tártaro".

De repente sus sentidos se pusieron en estado de máxima alerta, como si alguien le hubiera dado en la nuca con una goma elástica. Posó la mano en el tronco del árbol más cercano.

—¿Qué pasa?—Percy levantó su lanza.

Adamantino se volvió y miró atrás, confundido.

¿Y ahora qué?

Annabeth levantó la mano para pedirles que se callaran. No estaba segura de lo que la había hecho reaccionar. Nada parecía distinto. Entonces se dio cuenta de que el tronco del árbol estaba temblando.

A unos metros de distancia, otro árbol tembló.

—Algo se está moviendo por encima de nosotros—susurró Annabeth—. Juntaos.

Adamantino y Percy cerraron filas con ella situándose espalda contra espalda.

Annabeth aguzó la vista, tratando de ver por encima de ellos en la oscuridad, pero no se movía nada.

Casi había decidido que se estaba comportando como una paranoica cuando el primer monstruo cayó al suelo a sólo un metro y medio de distancia.

"Las Furias"—fue lo primero que pensó Annabeth.

La criatura era casi idéntica a ellas: una vieja fea y arrugada con alas de murciélago, garras de metal y brillantes ojos rojos. Llevaba un vestido de seda negra hecho jirones, y tenía una expresión crispada y voraz, como una abuela demoníaca con ganas de matar.

Adamantino gruñó cuando otra criatura cayó delante de él, y luego otra lo hizo delante de Percy. Pronto estaban rodeados por media docena. Y había más siseando en lo alto de los árboles.

Entonces no podían ser Furias. Sólo había tres Furias, y esas brujas aladas no llevaban látigos. La información no consoló a Annabeth. Las garras de los monstruos parecían muy peligrosas.

—¿Qué sois?—preguntó.

"Las arai"—susurró una voz—. "¡Las maldiciones!"

Annabeth trató de localizar a la interlocutora, pero ninguno de los demonios había abierto la boca. Sus ojos no parecían tener vida; sus expresiones permanecían inmóviles, como las de una marioneta. La voz simplemente flotaba en lo alto como el narrador de una película, como si una sola mente controlara a todas las criaturas.

—¿Qué... qué queréis?—preguntó Annabeth, tratando de mantener un tono de seguridad.

La voz se carcajeó maliciosamente.

"¡Maldeciros, por supuesto! ¡Acabar con vosotros mil veces en nombre de la Madre Noche!"

—¿Sólo mil veces? murmuró Percy—. Bien... Creía que estábamos en un apuro.

El círculo de viejas diabólicas se cerró.

GIGANTOMAQUIA: La Casa de HadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora