Capítulo 8: Heridas que matan

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(Lila)

Desde el interior del boliche, sentí un cambio en el aire mientras las risas y la música quedaban atrás. Busqué a mis amigos con la mirada y, sin necesidad de decir una palabra, nos dirigimos afuera. La noche estaba oscura y cargada de tensiones, pero nunca imaginamos la escena espantosa que nos esperaba.

Al salir, nos encontramos con una escena que heló nuestra sangre. En el suelo, rodeado por un grupo de individuos despiadados, yacía Caleb, mi amado, golpeado y ensangrentado. La furia rugió en mi interior, mezclada con una impotencia que me hacía temblar.

No podía creer que quienes habían estado para mí estuvieran haciendo estas cosas tan atroces. Con pasos decididos, me acerqué a Thompson y sus secuaces. Mi mirada ardía con una intensidad que pocos habían visto antes. Daiana, Cecilia y Gus me seguían de cerca, cada uno mostrando una mezcla de miedo y determinación.

— ¿Todavía creen que pueden salirse con la suya? —dije con voz firme, mi tono resonando en la noche silenciosa, interrumpida solo por los sollozos ahogados de Caleb—. No permitiré que esto continúe.

Mis palabras resonaron en el aire, cargadas de una promesa de justicia y venganza. Sin un ápice de miedo, enfrenté a Thompson y su pandilla. Los desafié con cada fibra de mi ser, con la fuerza de mi amor por Caleb y la rabia contra aquellos que se atrevían a lastimarlo.

Un aura oscura y poderosa empezó a emerger de mí, un reflejo de la furia que sentía. Los secuaces de Thompson retrocedieron, sintiendo la intensidad de mi determinación. Mis manos temblaban, pero no de miedo, sino de una cólera controlada que amenazaba con desbordarse en cualquier momento.

En ese momento les dije a Gus y a Cilia que se llevaran a Caleb, mientras Daiana llamaba a la ambulancia, para llevarse a Caleb con ellos.

— Sus días de impunidad han llegado a su fin —dije, mi voz resonando con una autoridad que ni yo misma sabía que poseía—. No volverán a tocar a Caleb ni a nadie más. La oscuridad que han sembrado en esta noche será su perdición.

Mis palabras se perdieron en el silencio tenso de la noche, pero resonaron con una fuerza que hizo temblar a aquellos que habían sido, hasta ese momento, los amos de la situación. La batalla estaba por comenzar, y yo estaba dispuesta a luchar con todas mis fuerzas para proteger a aquellos que amaba y para derrotar a los monstruos que se atrevían a herirlos.

(Fernanda)

Afirmando la victoria, fuera del boliche, la batalla divina también alcanzó su punto culminante. Mi piel brillaba con la luminiscencia de mis poderes, y mis ojos resplandecían con un fuego divino mientras enfrentaba a Beracxin, la diabla de la guarda que había estado manipulando a Thompson.

— ¡Ya basta, Beracxin! —rugí, desencadenando un rayo de energía divina que se estrelló contra su escudo de sombras. La oscuridad tembló bajo la intensidad de la luz.

Ella lanzó una risa malévola y contraatacó con llamas infernales, creando un escudo ardiente que amenazaba con devorar todo a su paso. Las llamas rugían, y el calor me envolvía, pero no retrocedí.

— No puedes ganar, Fernanda —escupió Beracxin, su voz cargada de odio—. Los diablos siempre prevalecen sobre los ángeles.

Nuestra lucha se libraba en un frenesí de destellos y explosiones. Las sombras y la luz colisionaban en un choque que sacudía el suelo. Cada pulso de energía divina que liberaba debilitaba a Beracxin, pero su resistencia era feroz.

De repente, aparecieron Golverk y Saint, dos guerreros divinos que habían estado observando en las sombras, esperando el momento adecuado para intervenir. Beracxin, al verlos, palideció y soltó un grito de temor.

Hasta que el cielo nos separeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora