Capítulo 4: Amores verdaderos

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(Sebastián)

Después de contarle a Lila la sorprendente verdad sobre su madre, Kiara, una mezcla de emociones me inundó. Aunque la revelación había traído consigo una avalancha de dolor y recuerdos dolorosos, también había hecho aflorar una sensación de alivio y gratitud. A pesar de las circunstancias adversas, había tomado una decisión que llenaba mi corazón de satisfacción: no dejaría solas a mis hijas.

Recordando la vida que habíamos compartido con Kiara en el pasado, no podía evitar sentir tristeza por todo lo que habíamos perdido. Nuestra historia de amor, marcada por celos y malentendidos, había llegado a su fin de una manera inesperada y trágica. La pérdida de nuestro hijo y su posterior separación habían dejado cicatrices profundas en nuestros corazones. Sin embargo, al ver a Lila y Daiana, nuestras hermosas hijas, comprendí que nuestra historia no había terminado por completo.

La promesa de mantenernos unidos, de ofrecerles un hogar seguro y amoroso a mis hijas, se convirtió en mi enfoque principal. A pesar de las dificultades y los obstáculos que enfrentaríamos en el futuro, no permitiría que Lila y Daiana atravesaran la vida solas. Estaba dispuesto a asumir la responsabilidad de ser un padre amoroso y protector, guiándolas a medida que crecían y enfrentaban los desafíos de la vida.

La decisión de quedarme a su lado, de no abandonarlas como había temido en un principio, me llenó de gratitud. Mis hijas merecían todo el amor y la atención que podía ofrecerles. Era hora de dejar atrás el pasado doloroso y construir un futuro en el que nuestra familia encontrara la felicidad y la redención.

A medida que avanzábamos juntos, sabía que enfrentaríamos momentos difíciles y preguntas sin respuesta. Pero también sabía que, con amor y apoyo mutuo, podríamos superar cualquier obstáculo que la vida nos presentara. Estaba decidido a hacer todo lo posible para brindarles a mis hijas la estabilidad y el amor que se merecían, y en ese compromiso encontré consuelo y esperanza.

(Caleb)

Era una mañana tranquila y pacífica de sábado. Los rayos del sol se filtraban por la ventana, iluminando suavemente la habitación que compartíamos. El amanecer a su lado me hacía sentir un amor que superaba cualquier cosa que hubiera experimentado en mi vida eterna. Ella descansaba con su cabeza en mi pecho, y me encantaba esa sensación, esa proximidad que compartíamos. Eran momentos como estos los que me hacían sentirme completo.

— Buenos días, mi vida. — musité, inclinándome para besar su frente.

— Buenos días. — su voz era suave y dulce como una melodía matutina.

— ¿Cómo dormiste? — le pregunté, acariciando su cabello.

— No tan bien. Voy a ir a bañarme. — respondió, con una expresión soñolienta.

— ¿Al baño de abajo? — inquirí, asintiendo mientras la observaba.

Lila me besó antes de retirarse para su ducha matutina. Sin embargo, mientras estaba enjabonada y concentrada en su aseo, sentí la necesidad de estar a su lado. No podía evitar pensar en cómo cada día que pasaba a su lado me hacía amarla aún más.

Me acerqué al baño, sin previo aviso, y abrí la puerta. La sorpresa se reflejó en su rostro mientras se giraba para mirarme. Mis intenciones eran claras, quería ayudarla a lavar su espalda, pero no podía evitar notar la mezcla de sorpresa y deseo en sus ojos.

— ¿Qué pretendes? — preguntó, con un tono travieso pero seductor.

— Me iré si tú no... — respondí, en un intento de no presionarla.

Hasta que el cielo nos separeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora