Capítulo 23

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Los zapatos de León caminaban huyendo de la habitación de Jackeline, sabiéndose culpable y maldecido.

Toda su vida lo había sido.

Él era el culpable de que su padre lo golpeara cuando era niño porque siempre hacía las cosas mal.

Él era el culpable de que su madre huyera con otro hombre porque si no se hubiera equivocado tantas veces su padre no habría sido tan duro con ellos.

Él le había roto el corazón a Jackeline.

Él hizo que cayera por las escaleras.

Por su culpa murió el bebé que ella llevaba en el vientre.

¿Y todo por qué?

Por perseguir un fantasma que sabía que ya no tenía esperanzas de encontrar. ¿Pero que más hacía? Si aferrarse a Elizabeth era la única salida que tenía del jodido mundo real. Ella era luz, siempre lo había sido. Era salvación y paz. Era aquello que lo mantenía con los pies pegados en la tierra y lo motivaba a despertarse por las mañanas cuando ni siquiera quería abrir los ojos.

¡Maldita sea!

¿Ahora que le quedaba?

¿Ahora a que se aferraba?

Seguramente Jackeline lo odiaría toda la vida por lo que le hizo.

Los pies prontamente llegaron a su despacho pero ahí en la puerta, donde siempre llevaba un guardia para cuidar la paranoia que aveces lo atacaba, no había más que un lugar vacío. Sabía que el miedo que en ocasiones sentía no era normal. ¿Cómo sería normal sentir que lo seguían o saberse observado estando en un cuarto solo?

Los médicos le habían dicho que eran vestigios de su infancia, porque ahí donde unos veían un simple pasillo oscuro él observaba el final de su vida.

Apretó los dientes, los puños y giró la perilla. Lo primero que sus ojos divisaron fue la chimenea y la luz naranja que se cernía sobre la fina silueta de una dama que yacía sentada en el sofá, admirando el fuego como si este creciera ante sus ojos.

La sangre le heló y palideció desde la cabeza hasta los pies.

Carraspeó y cerró la puerta detrás de sí. La mujer después de escuchar el ruido se levantó rápidamente de donde estaba sentada y se alisó la falda que enmarcó su embarazo. El largo cabello rubio ahora le colgaba al final de la espalda y sus ojos azules chispeaban con la luz de la chimenea.

Elizabeth Weathly

Se le secó la garganta.

—¿Qué hace aquí?—preguntó con incredulidad.

—Lamento mucho presentarme de esta manera, milord—hizo una pequeña reverencia. Sus manos temblaban ligeramente con nerviosismo y sus ojos desprendían inocencia. León relajó el ceño—. Me enteré de lo sucedido con su esposa y vine a darle mis condolencias por el bebé.

Él asintió lentamente.

—¿Qué hace en mi despacho, milady?, ¿por qué no avisó que venía?

Las manos de Elizabeth temblaron aún más y bajó la mirada, pensando en lo que respondería. Después de unos segundos lo volvió a mirar a los ojos.

—Mi esposo es muy celoso, milord. Él piensa que estoy dando un paseo con unas señoritas, y me metería en problemas si supiera que vine a verle, pero la verdad es que me quedé con algunas cosas que decirle el otro día.

León pudo haberla invitado a sentarse nuevamente o él mismo tomar asiento, pero no pudo. Tenía un nudo en el estómago que hacía que le doliera incluso pensar en moverse. Olía a alcohol, tenía varios días sin bañarse ni cambiarse la ropa, estaba despeinado y no daba ninguna buena impresión. Claro que no era el hombre que se había presentado con ella hacía un par de días, ni Elizabeth era la mujer que él esperaba que fuese.

La condena del diablo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora