Capítulo 35

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En el pasado, cuando los secretos apenas comenzaban a formarse.

—No pienso hacerme responsable de esa asquerosa niña.

Para los que no conocían al Barón Belmont, podían darse el lujo de decir que se le veía de lejos como una persona con clase y un título muy respetable, pero si se daban unos cuantos pasos hacia él se dejaba notar el olor a azufre que venía desde dentro de sus entrañas, donde el mismo infierno nacía y ardía en su interior.

Se había casado ya entrado en sus treinta con una bella dama procedente de una familia esplendida, pero la vida que le dio fue todo menos los que se esperaba de aquella unión gustosa.

Del matrimonio nació la pequeña Violetta Whitman, que a sus cortos años de vida ya corría por todo el jardín y disfrutaba de los cuentos que le leía Eva, la doncella que la criaba en ausencia de su madre, porque de la baronesa solo se veía el llanto que mojaba sus mejillas.

No cabían en sus dedos los embarazos que había perdido en busca del varón que deseaba su marido. Ese era su único trabajo: darle un heredero, pero tal parecía que la tumba le llegaría primero, si se contaban todos los castigos a los que era sometida por el hombre cuando el sangrado le llegaba cada mes.

Y como si eso no fuera suficiente, tenía que aguantar el desfile de amantes que cruzaban por su cama.

Era un plan sencillo: tener el heredero de la mujer que fuese, inventarse un embarazo victorioso de la inútil de su mujer y asegurar que el titulo siguiera dentro de su familia.

Era una cuestión de orgullo. Nadie lo iba a humillar y a rebajar solo por haberse equivocado al elegir una esposa tan incompetente.

Estaba desesperado, y un bastardo sin lugar a duda parecía ser una buena alternativa, pero ninguna de sus amantes dio el ancho. Las que lograron quedar embarazadas solo dieron mujeres y otras pocas lloraron la perdida como si se fuera a acabar el mundo.

Todo era demasiado sentimentalismo, lagrimas, dolor, y esas estupideces que se inventaban las mujeres por su asquerosa fragilidad. Nada de eso era de su agrado. Todo ese tipo de debilidades merecían un castigo.

—Solamente es una decepción más—escupió las palabras con asco mientras, frente a él, la criada que cargaba a la recién nacida lo veía con confusión.

—¿Y-Y qué hacemos con ella-a?—miedo fue lo único que tiñó su pregunta.

El barón simplemente se encogió de hombros, tomó su saco, se acomodó el sombrero y se dispuso a volver a sus asuntos de negocios, esos que eran muchísimo más importantes que esa ridiculez. Quizás llegara checando los papeles de contabilidad que le habían dejado sobre el escritorio del despacho para después tomarse un trago en honor a aquel mal momento que le estaban haciendo vivir.

—Dásela a los cerdos, arrójala a un arroyo, ahógala con una amolda; ponte creativa.

Y se marchó.

La sangre abandonó la cabeza de una joven Julieta que apretaba con fuerza la manta donde yacía arropada la bebé más hermosa que había visto jamás. De piel tan blanca como la leche y mejillas sonrosadas, daba la impresión de que era un ángel que Dios mismo puso en sus manos.

Dio la vuelta aún temblando por las palabras del cruel hombre y volvió a la habitación donde la madre de la bebé se recuperaba del parto.

En el suelo de madera aún estaban esparcidas las telas con sangre, se alcanzaban a mirar los cuencos con agua caliente, olía a las hierbas que recomendó la curandera y se escuchaba resonar el llanto de una mujer que sollozaba bajito tras el difícil parto.

La condena del diablo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora