❃Vendetta cruda❃

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Hacía algunos minutos que Damiano había despertado, sin embargo, se negaba a abrir los ojos; temía hacer algún movimiento que pudiera alterar el estado de paz en el que descansó anoche. Refregó su rostro en la almohada, y al hacerlo el sándalo se coló por su nariz; sonrió conforme y al fin decidió estirar su mano para acariciar a su alfa, aunque solo encontró las sábanas frías. No quiso abrir los ojos todavía y los apretó con más fuerza, hundiendo otra vez la nariz en su almohada a la que se abrazó firmemente en tanto presionaba sus dientes para no llorar. No necesitaba mirar, tampoco necesitaba algún tipo de explicación para comprender que Zayn se había ido.

«Quizá no. Quizá esta vez en verdad podamos volver a casa».

—Imbécil... —masculló sin despegar el rostro de su almohada—. ¿Cómo pude pensar que te recuperaría?

Afirmó el agarre a su almohada y no fue capaz de seguir conteniendo el llanto, uno impetuoso que oprimía su pecho para poder exteriorizarse. Estaba tan agotado de la profunda tristeza que convivía con él desde la tarde que se había desmayado al sentir la desvinculación del cachorro a través de su lazo. Nunca había hablado en voz alta acerca de eso, pero Damiano había comprendido que el aparente rompimiento de su lazo, en realidad se trataba de que estaba sintiendo la muerte del cachorro en todo su ser; aquella sensación que tanto Zayn le reprochaba, sin saber que el omega no podría olvidar jamás esa penosa tragedia. Sin embargo, había sido el precio que debió pagar por su libertad y la continuación de sus sueños.

No estaba seguro si algún día podría sanar todo el daño que había causado con su elección, aunque no tenía ninguna duda de que se merecía todo el dolor que su alfa le estaba infligiendo; quizá nunca se compararía con el daño que le había causado a él.

Con mucho esfuerzo, abrió los ojos para encontrarse solo en su habitación. Su alma estaba desnuda al igual que su cuerpo; desamparada y abatida. Su piel olía a Zayn, a esa encantadora fragancia que luego de tantos años aún lo tenía completamente atrapado incluso, cada día más. Su suavidad le recordaba los buenos tiempos, los tiernos besos y las incontables caricias que este le regalaba. Su hechizante sonrisa y sus amorosos te amo eran los primeros que invadían su mente cada vez que ese aroma lo cobijaba.

Era su dulce castigo; sentirse tan o más enamorado que antes del hombre al que le había entregado su pureza, el mismo que se empeñaba por lastimarlo, por arrebatarle toda esperanza de recuperar el camino a casa.

Resignado ante el dolor que lo apresaba, se levantó de la cama y sin pensarlo se dirigió al baño, y una vez que se lavó el rostro, permaneció observando su reflejo en el espejo. Si alguna vez había habitado en sus ojos alguna luz, la misma se había apagado. Las ojeras debajo de estos, delataba el pesar de tener que vivir cada día sin el amor de su vida. Su piel había adquirido palidez y, a decir verdad, era lo que menos le importaba. Sin embargo, había algo que Damiano extrañaba tanto como a su alfa, y que le quitaba vitalidad cada día que pasaba: Extrañaba bailar. Los números que hacía en Le Ciel Sale ni siquiera se asemejaban a lo que hacía cuando vivía en Brooklyn.

Cerró los ojos y recordó esa frase que había escuchado en una canción: Il ballo della vita. Asintió convencido de que la vida era un baile y únicamente la persona que supiera bailar correctamente sería la que sobreviviría. Esbozó una triste sonrisa, porque luego de mucho tiempo, había encontrado el profundo significado que tanto había buscado para plasmar en su piel.

«—Llenaré mi piel de tatuajes también. Es solo que aún no he encontrado nada que simbolice lo que quiero tatuarme».

Una espesa lágrima recorrió su mejilla, porque nada era como lo había soñado, ni siquiera la tinta que perpetuaría sus sentimientos sobre su piel.

Piccolo, el show debe continuar [I]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora