Capítulo 31

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Apoyado sobre el balcón de la terraza, observa, divertido, el resplador de la vida ajena que se filtra através de las ventanas en forma de murmullos, risas y penumbras. La calle está parcamente iluminada y los edifícios colindantes son casas envejecidas y de pequeña altura construidas a principios de siglo.

Iván frunce el ceño, ladea la cabeza y le da una nueva calada a su cigarrillo. La noche se presenta sofocantemente cálida y las leves gotas que han regado el pavimento durante las últimas horas de la tarde le confieren cierto aroma dulzón y resposado.

Cansado, dirige su mirada hacia la silueta triangular que se intuye imponentemente entre las cortinas del salón. Pese a los alavos de María, Iván debe reconocer que aquel pino, es horroroso. Un abeto de apenas metro y medio con ramas indelebles y puntiagudas que Carlos había encontrado la tarde anterior en un mercadillo navideño. Una vulgaridad acogedora donde pequeños ángeles de color blanco brillan a la luz de minúsculas lucecitas mientras focos en forma de flor parpadean, alegres, entre espumillones de tonos púrpuras y aloques.

Iván suspira, se frota las manos y mira de soslayo su reloj de pulsera. Faltan 10 minutos para que el nuevo año haga su aparición y la vía de adoquines, irregular y deshabitada, reverbera la redondez de la luna como un espejo negligente y descuidado. En la distancia, las cimas recubiertas de bruma y nieve, evidencian las montañas escarpadas que distingue todas las mañanas desde la ventana de su dormitorio.

Piensa que aquella Navidad le está resultando extrañamente placentera. Es la primera vez (primera festividad) que pasan todos juntos. Se emociona, sonríe, se avergüenza.

Aún se maravilla cuando pronuncia la palabra mamá y ella le mira con ojos satisfechos respondiendo a su reclamo. A veces lo hace de forma inconsciente, otras se propone otorgarle ese placer; pero la costumbre tarda en llegar y el hábito ni si quiera ha iniciado su viaje.

Mentiría si dijera que no le resulta incómodo presenciar las caricias furtivas, los besos robados o las miradas de reverencia que Carlos le dirije a María sin ningún tipo de reparo. Recela, se siente intruso. Pero al fin y al cabo, Carlos le salvo la vida, y con ella, también la de su madre.

Fue ella quien insistió para que Julia les acompañase aquella noche.

Julia.

Escucha su nombre, susurrado por su propia voz, merodeando por su mente. Lo acaricia, lo paladea, lo mastica con devoción y admira como aquellas cinco letras encajan pefectamente con las suyas.

Porque ya no es ella ni tampoco él. Ahora son dos, y ellos juntos, una entidad que le aterroriza y le deleita a partes iguales.

Escucha pasos en la lejanía, tacones apresurados por llegar a alguna casa, a alguna cena, a alguna familia.

Y él se centra en la suya.

Gira la cabeza, hace frio, vuelve a calentar sus manos. Amolda su cuerpo a la chaqueta de cuero y espía, atento, los movimientos cotidianos, las palabras espontáneas que apenas percibe.

Están en la cocina, los tres. La luz escendida y los restos del pavo, mutilados y lacónicos, dentro del horno. Su aroma áspero y cítrico se entremezcla con la fragancia de las lilas que María mima consentidamente, casi de igual forma a cómo lo hace con su hijo.

Carlos coloca las copas encima de la mesa, cuatro copas altas y finas. Abre una botella de champagne, barato pero servible, y mancha el burdo cristal de ambar y burbujas. María rodea su cintura, le acaricia la mejilla con la punta de la nariz y coloca delante de su boca una uva rojiza y oronda. Julia sonríe, se fija en sus oyuelos. Lo hace cohibida pero risueña mientras continúa desgranando los frutos que escapan traviesos de sus manos.

E Iván cierrra los ojos, perplejo.

Siente que esa escena, no es el sueño de ningún niño inocente ni el guión empalagoso de una película comercial. Es su casa, modesta y sencilla, de paredes descorchadas y goteras enmohecidas. Es su cena, inútilmente copiosa. Y es su familia.

Dispar, imperfecta, en ocasiones enigmática y a veces, incluso, incierta. Pero Iván siente que por primera vez puede formar parte de una y hasta el abeto, enjuto y plastificado, le parece perfecto.

Mira por última vez la carretera vacía y expectante. Tira la colilla, consumida desde hace tiempo, al asfalto gris y mojado y nota, abrumado, como los pasos han dejado de escucharse

Vuelve a llover. Siente las primeras gotas de lluvia resbalar por su cara y se dirige con pasos lentos pero precisos hacia la cocina. Carlos le saluda desde el quicial de la puerta con un movimiento de cabeza, palmea su espalda al pasar por su lado y toma el plato que le tiende María.

- Las uvas, van a empezar - le informa.

Iván asiente, mete sus manos en los bolsillos y continúa su trayecto. Tiene que saciar una necesidad que le apabulla y le inquieta, una urgencia repentina que le apremía a caminar, situarse delante de ella y mirarla con los ojos desmesuradamente abiertos, asombrado.

-¡Hola! - le saluda, animada.

Pero él no responde. La sigue mirando. Apenas parpadea. Cambia el peso de su cuerpo de un pie a otro, baja la cabeza y vuelve a encarar sus ojos. Saca las manos de los bolsillos y juega con sus dedos. Julia levanta una ceja, confundida.

-¿Qué, qué pasa?-sonríe- ¿Por qué me miras de esa manera?.

Y como la chispa que enciende una mecha, basta su sonrisa para que la razón de Iván, la razón de estar allí, vuelva a hacer acto de presencia. Rodea su cintura, la estrecha contra su cuerpo y la besa. Enérgicamente, seguro e impulsivo. Une sus labios con los de ella sientiendo como sus dedos se aferran firmemente a los músculos nervudos de sus brazos.

Iván se separa, apenas unos centímetros, aún sostiene su cadera y vuelve a estudiar, atrevido, su rostro. Ella está sorprendida. Él lo sabe. Tarda unos segundos en abrir los ojos, lo hace lentamente, y es entonces cuando Iván clava los suyos en sus pupilas verdes. Le aparta un mechón de la cara y le sonríe.

-Solo...-carraspea- que te quiero.

Relatos JulivanistasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora