Dormía.
Julia tenía los ojos cerrados, el rostro sereno y la respiración pausada. Su pecho subía con cada nueva exhalación y su piel se confundía con la palidez de las sábanas. La comisura de sus labios se plegaba en un gesto suave, casi enternecedor y el camisón rodeaba su cintura, arrugado e incómodo.
Encogió las piernas y ocultó la mano junto a su cabeza. Un gemido apenas perceptible, ligero, salió de su pecho, atravesó su garganta y se entremezcló con un suspiro perdiéndose en el aire.
E Iván se sintió estúpido.
Miró su reloj de pulsera y comprobó que eran las 5 de la mañana. Llevaba 7 horas y 11 minutos viéndola dormir. Sus ojos parpadeaban, a veces por sueño, a veces por impulso, y sus púpilas enfocaban obstinádamente el rostro de Julia.
Frunció el ceño.
Sabía que su comportamiento era absurdo. Le dolía el cuello y apenas había variado de postura. Su cuerpo se apegaba rígidamente al respaldo del sillón y sus manos envolvían con firmeza los brazos de madera. Sobre el cenicero, 9 colillas, la décima en su boca, consumiéndose entre sus labios. Y en la noche, un silencio ensordecedor que invadía sus oidos, embotaba su mente y pronunciaba en voz alta frases inconexas y sin sentido.
Bufó. La quería.
A ella, que había invadido su vida de forma repentina e insospechada, asustándolo, sorprendiéndolo.
A ella, que era ella por puro instinto y a la que ni si quiera sabía cómo llamar.
A ella, existente pero inmaterial, fruto de imaginaciones, sueños y curiosidades. Mera utopía que en breve lloraría entre sus brazos, dormiría contra su pecho y le llamaría papa.
Porque Julia estaba embarazada. E Iván pronunció por primera vez aquellas dos palabras, mi hija.
La oscuridad de la habitación comenzó a aclararse y la chimenea eléctrica resplandecía desdibujando sombras en las paredes de hormigón. La lluvía opacaba el cristal de la ventana con regueros semirectos e irregulares y el camión de la basura enturbió con el sonido del motor el canto de los grillos.
Iván pensó que si fuera grillo a él también le gustaría vivir allí.
Que aquella noche de otoño era atípicamente calurosa.
Qué las caderas de Julia eran demasiado estrechas y no sabía por dónde demonios iba a nacer el bebé.
Y que si la niña era niña se llamaría Silvana (porque sí, porque le gustaba, porque era bonito), y si era niño ya se encagaría Julia de escoger el nombre.
Se miró las manos.
Grandes y nervudas, en ese momento lo suficientemente torpes como para temblar ante la idea de sostener a un bebé e irritantemente ásperas como rasgar su piel, fráfil y tersa.
Y miró las de Julia.
Manos pequeñas, con dedos largos y finos, tranquilizadoramente suaves y delicados; manos que en ese momento se le antojaron perfectas para acariciar y destinadas a proteger.
La necesitaba.
A ella como mujer y a ella como madre. A ella para cuidar de la otra ella, quizá él, y a ella para cuidar de él mismo. Porque así era Julia, así la interpretaba. Adictiva, sólida, infalible. La razón de la razón que pese a ser razón no tenía lógica alguna. Razón para estar allí, desearla, quererla. Era la persona de la que estaba jodidamente enamorado, y lo que era más extraño aún, que también le quería.
Se sintió estúpido por sentirse estúpido.
Porque en ese momento no se le ocurrió mejor placer que verla dormir. Permitirse el gusto de disfrutar de ella, sentirla suya, allí, a su lado, real. Y pensar que dentro de 9 meses (se corrió, 8 menos dos semanas, ¿o eran tres?, Julia no estaba segura) pasaría innumerables noches en vela, esta vez obligado, y ya no tendría que ver domir a una sola ella, sino a dos, la misma ella a la que observaba y aquella a la que presentía.
Se levantó. Apagó el cigarrillo, se acercó hasta la cama y se sentó al lado de Julia notando como el colchón cedía ante su peso.
Se concedió el capricho de admirarla un poco más.
Situó su mano encima del vientre de Julia. Más terso, más duro, quizá más abultado. Un poco, lo suficiente. La dejo allí, abierta, quieta. Y ya no le pareció tan torpe ni tan áspera. Tal vez podría acariciar y proteger, quizá hasta no lo hiciera del todo mal, quizá le gustase...Quizá.
Sintió una extraña opresión en el pecho, un revoloteo nervioso aunque agradable que le hizo pensar, aunque no queria pensar, que esa cosa, su bebé porque no era cualquier cosa, su hijo porque no era cualquier bebé, bastaba para hacerle sonreir.
Julia empezó a removerse, ladeó la cabeza y parpadeó varias veces tratando de enfocar la figura de Ivan.
-Iván -susurró, acariciando su mano - ¿qué haces despierto?.
Iván la besó en los labios y le apartó un mechón de la cara.
- Nada. Solo... pensaba.
-¿En qué?.
-En que soy feliz.
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Relatos Julivanistas
FanfictionAlgunos relatos julivanistas publicados entre 2008 y 2010 en el foro el internado de la web formulatv. No fueron escritos por mí.