Capitulo III

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La única familia que me quedaba... O eso creía...

Tom Riddle

Estaba sentado en la silla de mi despacho del departamento de Londres. Miraba por la gran ventana redonda hacía la ciudad. Tenía un codo en el apoya brazos y con mi pulgar y mi indicé sostenía mi barbilla. Afuera ya estaba anocheciendo y no tengo idea de cuanto tiempo estuve en la misma posición. Solo sé que bastante. 

Desde ayer no he podido dejar de pensar en lo que había sucedido. En lo sorpresivo e inesperado que fue todo. 

Katherine...

Volví mis recuerdos a días anteriores repasando en mi cabeza todos los sucesos y decisiones que me habían llevado a ese maldito momento y todo se resumía a una sola persona: Mattheo.

Los últimos días había estado de mal humor —si, más de lo normal—, ya que el Ministerio de Magia de Noruega me había enviado como representante para tratar algunos asuntos con el Ministerio de Londres. Sumado al hecho de que Mattheo no ha dejado de hartarme todos los días pidiendo que lo acompañara a la presentación que daría uno de sus amigos en el Callejón Diagon. Me había negado a ambas cosas, pero terminé por aceptar porque nadie conoce lo realmente hartante que puede llegar a ser Mattheo. 

Volver a Londres no era algo que me agradara para nada, me había jurado que no volvería. Pero no me quedó de otra que aceptar, era aceptar o matar a Mattheo, y aunque la segunda opción me parecía demasiado tentadora, no podría hacerlo. 

Pero cuando decidí volver a Londres jamás me imaginé que algo así pasaría. Jamás imagine que después de tantos, tantos años, volvería a verla. Lo ultimo que se me ocurrió pensar fue que en ese callejón, a la salida de la biblioteca, la vería. Y menos en aquellas circunstancias.

Mattheo y yo esperábamos a la salida de la biblioteca del Callejón Diagon a que su amigo terminara de acomodar todo junto al personal para dar comienzo a su presentación. 

Había tanta gente que mi expresión de desagrado a todas esas personas fue muy obvia.  

—Creo que deberíamos quedarnos unos en días en Londres —había dicho Mattheo mirando hacía todos lados con nostalgia— Noruega me gusta, pero... 

Y no le presté atención, solo me dediqué a mirar por la vidriera algún que otro libro que me pudiese interesar. Ninguno me convenció. 

Pero de repente se comenzó a sentir tanta paz y me di cuenta de que era porque Mattheo se había callado. Y cuando Mattheo se callaba —por más que sea un milagro, era porque algo pasaba—. Volteé extrañado y lo vi que estaba volteado mirando a una niña sentada en el suelo mientras ella se sobaba su frente apretando los ojos. 

Por alguna razón esa niña me intrigó lo suficiente como para prestarle más atención. Tenía un largo cabello castaño, abrió los ojos y lo que más llamó mi atención fue el color azul grisáceo de ellos. Lo más extraño fue el sentimiento de que esa niña me resultaba familiar, lo cual era imposible, odio a los niños, por lo que jamás me relacioné con ninguno.

Claro, si no cuento la edad mental de Mattheo. 

—Lo siento, cariño —dijo Mattheo. Se agachó para extenderle su mano y que se pusiera de pie quedando agachado en cuclillas a su altura. 

Al parecer la niña había chocado con él por andar corriendo por la calle. 

¿Qué clase de padres hay hoy en día que dejan a sus hijos andar solos por ahí? 

El Brillo de sus Ojos | Tom RiddleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora