La ansiedad del más débil

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Habían pasado unas semanas desde el ingreso de Francisco Romero a esa escuela, él la odiaba mucho porque tenía que usar un uniforme horrible e incómodo todos los días, además eso de cantar el himno nacional todos los lunes ya era otra cosa.

O sea, entendía el amor a la patria, pero a él no le interesaba mucho.

Sin embargo, le agradaban las personas de ahí, exceptuando a Esteban.

No lo odiaba, pero le costaba verlo, y ni hablar de su presencia, eso era lo que más le incomodaba. Y por eso, estaban sentados frente a frente en la casa de Francisco, haciendo un trabajo de inglés gracias al universo, que parecía conspirar en su contra.

— Perdón de nuevo —se disculpó Kukuriczka.

— No importa —trató de tranquilizarlo.— Llevas toda la tarde disculpándote, a este punto esa palabra ya ni tiene el peso que tenía antes.

Al principio iban a hacer el trabajo en la casa de Esteban porque su mamá iba a estar en la oficina toda la tarde, o eso se suponía, pues ella llamó diciendo que llegaría temprano y podrían cenar juntos. Su mamá no era fan de Francisco, y este entendía la situación, así que el cambio de última hora sobre la casa pareció irritarle al principio.

— ¿Querés más? —le apuntó la taza que reposaba a unos centímetros del cuaderno de Esteban, donde un rico té de vergamota había hecho presencia.

— ¿Ah? No, no, gracias.

— ¿Y un mate?

— Tampoco.

Odiaba rechazar un mate, pero ya sentía que le estaba ofreciendo muchas cosas y no le gustaba aprovecharse de la hospitalidad de la gente.

— Bueno. Iré a calentar agua, yo sí quiero —se encogió de hombros.— Vuelvo rápido.

Esteban asintió y le vio desaparecer por la puerta de la cocina, así pudo suspirar y respirar normal. Mientras escribía una parte de la información traducida en su cuaderno, escuchó el tintineo de unas llaves en la entrada principal y se asustó, casi perdiendo el color en el rostro.

— ¿Fran? ¿Ya llegaste? —era su madre, y Esteban quiso que la tierra lo tragase. Escuchó las pisadas de sus finos zapatos y lo vio ahí, sentado con las piernas cruzadas como un niño pequeño.— Oh... hola.

No supo qué decir, abrió la boca y nada salió; aquella vergonzosa reacción hizo que agachara el rostro, apenado.

— ¿Mamá? —la voz de Francisco irrumpió el incómodo silencio, según Esteban.— Ay, llegaste —sonrió y se acercó a ella para darle un beso en la mejilla, le quitó las bolsas de compras de la mano.— Llegaste medio tarde.

— La reunión se alargó tanto que no puedo dejar de ver números en todo —bromeó ella.— ¿Cómo estás, Esteban? —le preguntó al adolescente.

— Bien —contestó con un hilo de voz.— ¿Usted?

— Bien, cansada. ¿Están haciendo un trabajo? —ahora miró a su hijo.

— Sí, no nos falta mucho igual.

— Qué bien. ¿Te quedás a cenar?

— ¿Uh?

Esteban no procesaba nada, no podía, estaba avergonzado, nervioso, triste o algo así. Tener a la mamá de su ex mejor amigo hablándole con todo el amor del mundo era abrumador, hace años no la veía, había abandonado a su hijo y ella lo trataba bien. Sin dudas no se merecía esos tratos.

— No —contestó al ver que se había quedado colgado.— No.

Ella hizo una muequita y asintió, fue a la cocina con Fran a dejar las bolsas y les escuchó hablar, o murmurar en realidad, pues no les entendía nada. Patéticamente, aprovechó la oportunidad de agarrar todas sus cosas, meterlas desordenadamente en su mochila y huir, con unas inmensas ganas de llorar instaladas en su pecho.

Lo último que escuchó fue un "¿Esteban?" por parte de Francisco.

Casi es atropellado dos veces, chocó con una abuela, casi le pisa la pata a un perro salchicha y por accidente metió el pie en una poza de agua muy pequeña mientras caminaba como si alguien le estuviese persiguiendo. El corazón le bombeaba exageradamente rápido, en dolor, en agonía, en miedo.

Divisó su casa a la distancia y las piernas le flaquearon, haciéndole caer a un par de metros de distancia. Se sentó en la acera y apoyó la cabeza en sus manos, llorando en silencio como un niño pequeño.

Pensó en las posibilidades, en un universo alternativo donde su madre no se hubiese enojado con él por gustarle Francisco, en un mundo donde no se alejaba de él ni de su familia. Esa vida hubiese sido maravillosa, perfecta, una fantasía que jamás podrá tener.

No dejó de pensar en él durante años, preguntándose cómo estaba, dónde estaba, si había comido, si había visto el nuevo capítulo de Ben10, si le habían regalado finalmente su caballo o esa tortuga.

— Mierda —masculló secando sus lágrimas con frustración, usando las mangas del chaleco del colegio.

Se puso de pie resignado y caminó a su casa, entrando en silencio mientras se sacaba el zapato mojado y buscó una forma de secarlo.

En otro lado de la ciudad, Francisco cerró sus cuadernos y los acomodó bajo su brazo para ir a dejarlos a su habitación, suspirando completamente frustrado. No podía entender a Esteban, nada de él era lo que recordaba, ni en lo más mínimo y eso lo que le frustraba, porque no sabía cómo propiciarle algún tipo de ayuda.

Bajó al comedor nuevamente y su madre estaba acomodando la mesa luego de poner a recalentar la lasaña que sobró anoche. Ella le vio y le sonrió cálidamente, era la sonrisa de seguridad y cariño.

— Está medio diferente —dijo ella.

— Muchísimo —confirmó él. Se sentó en una de las seis sillas en la mesa y apoyó su mejilla en la palma de su mano.— ¿Viste la cara que tenía cuando le ofreciste quedarse?

— La vi —ella también se sentó en una silla.— ¿Lo extrañas?

— Un poco —se encogió de hombros.— Era lindo estar con él.—una melancólica sonrisa se asomó en sus labios.— Me preguntó por mi hermano.

— ¿Y qué le dijiste?

— ... le dije que no le incumbía saber de él o de ustedes, que sólo estaba aquí para hacer el trabajo.

— Frani...

— No necesita saber lo que le pasó —las palabras se le atoraron en la garganta como un grano de arroz desviado.— Perdió el derecho de conocernos.

— Sabés que no es su culpa eso.

— ¡Ya sé que no! ¡Y por eso lo detesto!

— Francisco...

Volvió a suspirar, molesto ahora.

Jugó con la servilleta en la mesa, con los ojos acuosos. Soltó un muy suave: Extraño a Rafa.

— Lo sé, yo igual.

Cuando eran niños, Esteban y Francisco se la pasaban en la habitación de Rafael, jugando con sus cartas Pokemón o con sus videojuegos. Cuando Esteban dejó de hablarle, Rafael consoló a su hermano pequeño, diciéndole que no fue su culpa el que se haya alejado. Y el día en el que Rafael... todo cambió.

La soledad y tristeza envolvió a Francisco en su frío manto, sumiéndolo en la depresión con apenas siete años de edad; una edad muy corta para comenzar a tener pensamientos oscuros.

ꜱɪɴᴄᴇ ᴄʜɪʟᴅʜᴏᴏᴅ // ᴇꜱᴛᴇʙᴀɴ x ꜰʀᴀɴᴄɪꜱᴄᴏDonde viven las historias. Descúbrelo ahora