XI

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—¡Dios mío! ¿Acaso olvidé decirte que ha habido un cambio de planes?
Felipe lo miró asombrado.
—¿Qué cambio de planes?
—Bueno, pues verás, Felipe, olvidé mirar mi agenda cuando acordamos celebrar la boda hoy por la mañana. —Echó una mirada al pastor— Como sin duda pudiste deducir por la conversación que tuvimos anteriormente, el reverendo Widlow tenía todos los demás días de la semana ocupados, de manera que no logramos cambiar la fecha de la ceremonia.
—¿Qué me estás diciendo exactamente, Ortiz?
—Hoy por la tarde ofrezco una comida en el jardín. Me temo que Paloma va a estar muy ocupada. Tendrás que arreglártelas sin ella hasta mañana.
—¿Arreglármelas sin ella? —Felipe sabía perfectamente que estaba subiendo la voz, pero no podía evitarlo— El problema no es que yo me las arregle sin ella, Jesús, y tú lo sabes muy bien. Si Paloma va a estar ocupada hoy, dejaré a Letizia aquí hasta mañana. Su madre debe estar con ella cuando se mude a la casa. Todos estuvimos de acuerdo en este punto.
Jesús se rascó una oreja. Luego, miró el suelo, la pared, el techo... miró todos los sitios y objetos, pero eludió la mirada de Felipe.
—Bueno, verás, las cosas son un poco más complicadas. Algunos de mis invitados vienen de otros pueblos, y yo los he invitado a dormir en casa. La habitación de Letizia estará ocupada. —Alzó las manos con gesto de impotencia— Pensé que ella iba a quedarse en tu casa.
Un tenso silencio se asentó en la habitación; un silencio terrible, interrumpido tan sólo por el monótono tictac del reloj de péndulo colocado en una de las paredes. Cuando vio a Jesús aquella mañana, Felipe pensó que su atavío era poco apropiado. Pero no era así. El hombre estaba perfectamente vestido para la reunión que planeaba ofrecer en el jardín. Iba vestido como un político, para asistir a un encuentro de puro politiqueo.
Una reunión política que a todas luces tenía preferencia sobre Letizia. Al parecer, casi todo era más importante que ella, pensó Felipe con sarcasmo. Los funerales. Las reuniones en el jardín. Los invitados que se quedaban a pasar la noche. ¡Maldición! Felipe no esperaba una boda con todo el boato ceremonial de costumbre. Pensar tal cosa sería ridículo. Pero le parecía que había un principio que debía tenerse en cuenta, un principio que Jesús Ortiz había pasado por alto: el respeto. Cuando de su hija se trataba, éste era un atributo que él parecía no tener.
—Déjame tratar de entender lo que me estás diciendo... —Felipe hablaba en voz baja, con ira contenida— ... Paloma no puede acompañar a Letizia para ayudarla a instalarse en mi casa, pero la chica tampoco puede quedarse aquí.
Jesús asintió con la cabeza, con un aspecto de profunda aflicción.
—Nada de esto ha sido intencionado, Borbon. Es sólo una de esas... —tosió de nuevo—situaciones inevitables.
Una situación inevitable. Hacía mucho tiempo que Felipe había clasificado a Jesús Ortiz como un hombre egocéntrico e insensible, pero esto superaba todas sus expectativas. Sentía un irrefrenable deseo de coger a aquel truhán presuntuoso de las solapas y sacudirlo hasta que los ojos se le salieran de las órbitas. De no haber sido por el hecho de que un comportamiento semejante asustaría a Letizia, eso es exactamente lo que habría hecho.
Volviéndose hacia Paloma, Felipe logró decir con voz relativamente serena.
—Usted me prometió que acompañaría a Letizia a casa para ayudarme a instalarla, señora Ortiz. No es posible que no pueda venir, aunque sólo sea durante un par de horas.
Paloma miró a Letizia con aire de culpabilidad, luego a su esposo, y empezó a retorcerse las manos.
—Sé que se lo prometí, señor Borbon, pero lo hice antes de enterarme de que había una recepción en el jardín. Jesús necesita que yo esté aquí para que sea la anfitriona. Esta comida es importantísima. Para su carrera política, como debe usted imaginar. Yo, sencillamente... —Dejó de hablar y tragó saliva— En fin, con todos los invitados que vienen, me es totalmente imposible ausentarme durante dos horas.
—¿Qué espera usted que yo haga, señora? ¿Coger a su hija del pelo y sacarla de aquí a rastras?
Jesús dirigió su mirada pensativa hacia la cabeza inclinada de Letizia.
—Tengo una idea. Paloma, sube corriendo y trae el láudano.
—¿El láudano? —Felipe apretó los dientes. Después de un tormentoso silencio, finalmente dijo—: No permitiré que se drogue a la chica. Está embarazada, por el amor de Dios. Podría hacerle daño al niño.
—¡Tonterías! Sólo la aturdirá un poco.
Claramente incómodo con la creciente tensión, el pastor eligió aquel preciso instante para tenderle una mano a Jesús.
—Yo debo marcharme, Ortiz. Tengo un funeral, como ya sabes. —Se dirigió a Felipe—: Ha sido un placer, señor Borbon. Que su esposa y usted sean muy felices.
Felipe estaba demasiado indignado para responder. Guardando siempre las apariencias, Jesús pidió que lo disculparan para acompañar al pastor al recibidor. Cuando los dos hombres salieron de la habitación, Felipe esperaba que Paloma Ortiz tuviera algo que decir.
—¿Y bien? ¿Es eso lo que quiere, señora Ortiz? ¿Quiere que droguemos a la chica con láudano? ¿O prefiere que yo simplemente la saque a rastras?

La Canción De LetiziaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora