XXXI

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De repente, como si le molestase el poco habitual peso de sus manos, el bebé se movió dentro de ella. No fue un movimiento ligero, como los que la joven solía sentir, sino más bien bastante fuerte. Se llevó un susto, y sintió el pecho de Felipe sacudirse de la risa, sus profundas vibraciones recorrieron todo su cuerpo como rayos de sol. Reacomodando sus manos, él palpó dulcemente su dura redondez. El bebé se movió para intentar escapar de la molesta presión. Letizia sintió que un ardiente rubor le subía por el cuello.
Felipe debió de sentir en su mejilla el calor que invadía el rostro de la chica, pues se inclinó para mirarla a la cara con sus centelleantes ojos de color ámbar.
-No seas tímida, Letizia, amor. Este es mi bebé. Y tú eres mía. Sentir la vida que crece dentro de ti es como tocar un milagro.
Letizia cogió las manos a Felipe y dejó que sus ojos se cerraran de nuevo. Por razones que ella no alcanzaba a comprender, se sentía sumamente bien entre sus brazos. Maravillosamente bien. No quería moverse, no quería que él jamás apartara sus manos de allí. Su bebé. La dulzura de estas palabras estuvo a punto de hacer que los ojos volvieran a llenársele de lágrimas, pero esta vez serían lágrimas de alegría.
Permanecieron así durante largo tiempo: Letizia recostada contra su cuerpo, y él sosteniendo su peso. La sensación que la invadió fue muy similar a aquella que se adueñaba de ella cuando contemplaba la salida del sol: sentía como si Dios le hubiera regalado una canción.
Cuando salieron de la caballeriza, los pensamientos de Felipe estaban completamente centrados en la chica que andaba junto a él, al amparo de su brazo. No puso ninguna objeción cuando él le dijo que aquel bebé era suyo, que ella era suya. Había rogado a Dios por qué no tuviera ninguna objeción. Ya se había involucrado demasiado y le costaría mucho volverse atrás. Estaba locamente enamorado, y eso era irrevocable. Ella había llevado alegría a su vida, una alegría que superaba en mucho todos sus sueños; un dulce y maravilloso júbilo que le había hecho sentir que la existencia valía la pena. Ver el mundo a través de sus ojos le enseñó a apreciarlo de otra manera. Potrillos recién nacidos. Ratones en el ático. Bailes al compás de melodías silenciosas. El insuperable sabor de un té inexistente. Ella era niña y mujer a la vez, en un solo cuerpo, una combinación encantadora, y las amaba a las dos.
Perderla en aquel momento... La sola idea le causaba a Felipe un profundo dolor, de modo que la apartó de su mente. Ella le pertenecía, a ojos de Dios y de los hombres. El bebé que estaba esperando era suyo. Nada podría cambiar eso. Él no lo permitiría, pues perderla, ahora que la había encontrado, sería como morir por dentro.

A la mañana siguiente, un convoy de mercancías llegó a la Estancia, y todas eran para Letizia. Felipe se sentía como un niño en Navidad mientras conducía a los hombres a su estudio, el cual a partir de aquel momento se convertiría también en salón de música.
Al ver el órgano, Maddy alzó las cejas para manifestar sus reservas.
-Señor, ¿está usted seguro de que quiere que lleven ese ruidoso aparato a su estudio? ¿Cómo podrá usted concentrarse?
Felipe tenía la intención de concentrarse mucho, pero no necesariamente en sus cuentas. Hacía ya varias semanas que había decidido que la mejor manera de cortejar a su esposa era con sonidos. No permitiría que pusieran sus señuelos en otra habitación.
- ¿Dónde está Letizia ahora? -le preguntó a Maddy.
-En la habitación de los niños. Dibujando, creo.
Felipe sonrió. Estaba tan ansioso de mostrarle a su esposa todo lo que le había comprado, que fue corriendo al carromato para llevar él mismo uno de los cajones. -Nosotros podemos llevarlo, señor Álvarez -le aseguró uno de los hombres- Es nuestro trabajo.
-No me molesta ayudarlos.
Felipe llevó la caja a su estudio y la puso sobre el escritorio. Sacó una navaja del bolsillo, cortó la cinta y las cuerdas, y luego abrió la tapa. Audífonos. Casi con veneración, Felipe sacó uno de la caja y sonrió a Maddy.
- ¡Los audífonos de Letizia! Ahora podré empezar a darle clases.
- ¿Va usted a jugar a hacer de profesor? Recuerde las notas que sacaba en el colegio. ¡Será todo un espectáculo!
-Le voy a enseñar el alfabeto mímico y la lengua de signos -declaró Felipe- Espera y verás. Seré un profesor estupendo. No quería empezar hasta que llegaran estos aparatos. -Levantó una trompetilla- Con un poco de suerte, Maddy, podrá oír con estos artilugios. A lo mejor no con la mayor claridad, pero todo puede ayudar.
Maddy se dirigió al escritorio y sacó de la caja un audífono de tamaño mediano. Tras quitarle el papel, introdujo el aparato en su oído. Felipe se inclinó hacia adelante y dijo «hola» en el otro extremo. Ella se asustó, alejó el aparato de su cabeza bruscamente y gritó.
- ¡Válgame, Dios!
Felipe se rio y le arrebató la trompetilla. Se la llevó al oído.
-Di algo.
- ¡Me ha roto usted el tímpano! -dijo Maddy casi a gritos.
- ¡Por Dios! -Felipe se frotó un lado de la cabeza con una mano y miró el audífono con renovado respeto- Es asombroso. Completamente asombroso.
Una vez que los repartidores se hubieron marchado, Felipe pasó cerca de media hora organizando todos los instrumentos de Letizia en la habitación. Se abstuvo de intentar tocar alguno de ellos, pues temía que ella pudiera oír los sonidos y fuera al estudio antes de que él hubiera terminado de prepararlo todo.
Finalmente llegó el momento de la entrega de los regalos. Tan emocionado por ver su cara que apenas podía soportar la espera, Felipe se sentó al órgano. Tras respirar hondo y rezar, probó los pedales. Acto seguido, empezó a tocar. Bueno, no precisamente a tocar, pues no tenía ni la menor idea de cómo hacer música con aquel condenado aparato. Pero el sonido que salía de él era maravilloso. Unos pocos minutos después, la puerta de su estudio se abrió con gran estrépito, e Letizia entró con las manos cruzadas sobre su hinchado vientre y los ojos como platos.
Felipe siguió llenando la habitación de sonidos, sonriendo a Letizia por encima de su hombro. Como si estuviera hipnotizada, ella se dirigió hacia él con los ojos clavados en el órgano. Cuando finalmente estuvo cerca, alargó una mano para tocar la brillante madera de un modo casi reverencial. Luego, se acercó aún más, acariciando la superficie del órgano con las dos manos. La expresión de su rostro hizo que valiera la pena cada céntimo gastado en él. Felicidad, eso era lo que reflejaba su rostro. Sin despegar las manos de la madera, la muchacha cerró los ojos. Su embelesada sonrisa era tan dulce que él sintió un profundo dolor en el corazón.
Felipe dejó de tocar, la cogió de la mano e hizo que se sentara en el banco.
-Ahora tócalo tú.
Ella cruzó las manos de nuevo y las apretó contra su canesú, como si tuviese miedo de tocar las teclas. Felipe la cogió con fuerza de las muñecas, la obligó a bajar los brazos y llevó sus rígidos dedos a las piezas de marfil. Después de atraer su atención, insistió.
-Es tuyo, Letizia. Lo he comprado para ti.
La joven le lanzó una mirada de incredulidad. Luego, volvió a mirar fijamente el órgano. Riéndose, Felipe le enseñó cómo hacer funcionar el aparato. Unos pocos segundos después, estaba tocando a todo volumen, y él casi tuvo que salir de la habitación. Se quedó observándola. Comprendió que, entre todas las cosas que hubiera podido darle, la idea de los instrumentos musicales había sido una especie de inspiración divina.
Para Letizia, el órgano era un sueño hecho realidad. Esto parecía lo justo, pues desde que la conoció, ella también había hecho que algunos sueños se hicieran realidad para él. Sueños imposibles. Encontrar a un ángel y casarse con él. Querer a alguien más que a sí mismo. Tener una verdadera razón para vivir. Letizia se quedó en el estudio hasta la hora de cenar. Aquella vez no lo hizo porque él insistiera, sino porque nada en el mundo habría podido sacarla de allí. Del órgano pasó a los cascabeles, y luego a otros instrumentos. La casa se llenó de ruidos. Ruidos más bien ensordecedores, horrorosos, pero había un hecho que los hacía hermosos para Felipe: que Letizia podía oír algunos acordes. No le importaba que ella sólo aprendiera rápidamente cómo tocar las notas que podía oír mejor y las repitiera una y otra vez, una y otra vez. Se estaba divirtiendo como nunca.
A la hora de la cena, Felipe logró hacer que dejara de tocar el tiempo suficiente para comer. Cuando empezaron con el primer plato, Maddy entró con una tetera, que puso en el centro de la mesa con un fuerte golpe. Felipe le lanzó una mirada inquisidora.
- ¿Pasa algo, Maddy?
- ¿Cómo dice?
Felipe repitió la pregunta.
Maddy ladeó la cabeza.
- ¿Qué está usted diciendo?
Persuadido de que ella estaba siendo sarcástica debido al ruido que Letizia les brindaba, Felipe se recostó en su silla mirándola a los ojos.
-Esto no me parece gracioso, Maddy.
Con una expresión de contrariedad en el rostro, el ama de llaves se metió un dedo en el oído, hurgó durante un momento y sacó un pedazo de algodón.
-Lo siento, señor. No he oído lo que ha dicho.
Felipe se quedó mirando fijamente a la mujer durante un rato, luego echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Letizia, atracándose afanosamente de comida para terminar la cena y regresar al estudio cuanto antes, no alzó la vista en ningún momento.

A la mañana siguiente, en cuanto se levantó de la cama, Felipe pensó que ya era hora de empezar a darle clases a su esposa. Sin embargo, en el instante mismo en que intentó obrar en consecuencia con esta decisión, se encontró frente a una joven muy desdichada. Letizia, fascinada con todos aquellos cacharros productores de ruido que él le había regalado, no quería hacer otra cosa que no fuese jugar con ellos. Cuando Felipe la llevó a su escritorio y la hizo sentarse en su silla, ella adoptó una expresión de rebeldía e hizo un mohín. Un inconfundible mohín. Felipe comprendió que su ángel se estaba volviendo algo mimada.
Acercó una silla, se sentó junto a ella y alargó la mano para coger las publicaciones que el doctor Muir le había conseguido: Un léxico de signos mudos, de James S. Brown, y El lenguaje de señas de los indios, de W. P. Clark. El segundo, para gran regocijo de Felipe, tenía alrededor de mil entradas descritas verbalmente, y relacionaba cada una de ellas con su equivalente en la lengua de signos. De esta manera, el libro se convertía en un diccionario, tanto de las señas indias como de las nativas. Además de esas publicaciones, había dos copias en papel carbón de unos folletos recopilados especialmente para Felipe por una mujer que vivía en Albany y trabajaba con sordos en un centro especializado.
-El trabajo va antes que el juego -le dijo a su esposa con voz firme- Ya es hora de que empieces a llenar esa preciosa cabecita tuya con algunos conocimientos, cariño.
Abrió uno de los libros y empezó a hojear las páginas para encontrar el alfabeto dactilológico. Cuando volvió a alzar la vista, Letizia había cogido un audífono dé su escritorio y estaba soplando con todas sus fuerzas. Felipe se quedó mirándola durante un momento con una sonrisa indulgente. Luego, le quitó el aparato de las manos y metió uno de los extremos del artefacto en su oído. Alzando su mano derecha, con los dedos doblados sobre su palma y el pulgar extendido sobre ellos, él se inclinó hacia adelante y gritó en el otro extremo del audífono:
¡¡A!!
Letizia se sobresaltó como si la hubiera pinchado con un alfiler y, de un tirón, sacó la trompetilla de su oído para mirarlo fijamente. Tras unos instantes, volvió a metérselo en el oído con una expresión expectante en el rostro. Felipe comprendió que ella pensaba que el audífono había hecho el ruido por sí mismo. -No, no, Letizia, cariño. He sido yo. -Eufórico porque ella parecía haberle oído, Felipe se cercioró de que la joven mantuviera el artefacto en su oreja mientras él se llevaba solemnemente a la boca el otro extremo- He sido yo, Letizia -gritó él.
La muchacha se sobresaltó de nuevo. Pero esta vez no se sacó el audífono del oído. En lugar de ello, cogió a Felipe del pelo y metió la parte inferior de su cara en la campana. Felipe empezó a reír tan fuerte que, de haberlo querido, no habría podido pronunciar palabra. Cuando su alborozo decayó, la miró a los ojos por encima de la campana del audífono. En aquel instante lo abandonaron todas las ganas de reír. Los ojos de Letizia reflejaban los sentimientos más intensos que él hubiese visto en toda su vida. Esperanza contenida. Incredulidad. Alegría recelosa. Sintió una opresión en el pecho. Echando la cabeza hacia atrás para que ella pudiera ver su boca al hablar, se declaró a voz en grito:
-Te amo.
Ella se quedó mirándolo durante un momento. Sus ojos verde tierra se le llenaron de lágrimas, que lanzaban destellos como si fueran diamantes. Luego, para gran consternación de Felipe, las lágrimas pasaron a sus pestañas y empezaron a correr por las mejillas en forma de gotas brillantes. Mientras la observaba, le pareció que toda su cara se echaba a temblar: primero la boca, luego la barbilla y por último los pequeños músculos situados debajo de sus ojos. Felipe se apartó del audífono.
-No llores, cariño. Pensé que esto te haría feliz.
La trompetilla voló por los aires cuando ella se lanzó a sus brazos. Conmocionado por su reacción, Felipe le apretó la espalda con una mano y con la otra le acarició el pelo. Sintió su cuerpo sacudirse a causa de los sollozos. Luego, como si se le estuviese partiendo el corazón, ella apartó sus brazos con dificultad y salió corriendo del estudio.
Preocupado, Felipe la siguió a su habitación, sólo para descubrir que ella había vuelto a cerrar la puerta poniendo una silla bajo el pomo, a manera de cuña. Y, en aquella ocasión, hiciese lo que hiciese para intentar convencerla, no la abriría.

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La Canción De LetiziaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora