XVII

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Maratón 1/4
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Mientras Letizia se miraba la cintura, Felipe aprovechó la ocasión para observarla detenidamente. En un momento determinado, mientras estaba pintando, habría podido jurar que ella estuvo a punto de soltar una carcajada y, de vez en cuando, la expresión de su rostro daba a entender que podía comprender lo que se hablaba.
No obstante, sus capacidades mentales o la falta de éstas no eran el problema en aquel instante. Lo que importaba era que ella finalmente entendiera qué le estaba haciendo crecer la cintura. Felipe supo que ella había entendido el mensaje al ver la expresión de terror que aparecía ahora en sus ojos verde tierra y la manera en que se reclinó en la silla para dejar descansar las manos sobre el abdomen.
Era evidente que se estaba preguntando cómo habría conseguido instalarse dentro de ella un bebé. ¿Cómo podría él explicárselo? Letizia metió la yema de uno de sus dedos en su ombligo a través de las delgadas capas de su ropa, y la movió en círculos.
Felipe lanzó una mirada a Maddy. Arqueando con expectación sus cejas rojas entrecanas, el ama de llaves lo miró a los ojos.
-Ni se te ocurra -le dijo él.
-Pero ella cree que...
-No me importa si cree que se tragó una semilla y ésta germinó dentro de ella. Yo no voy a hacer un dibujo. Repito, no lo voy a hacer.
-¡Pobre chiquilla!
Felipe estaba completamente de acuerdo con estas últimas palabras. Sin lugar a dudas, Letizia era una pobre chiquilla, y era verdaderamente vergonzoso que la hubieran puesto en semejante trance.
Al mirarla en aquel momento, casi pudo verla llevando a un bebé en brazos, con su aterciopelada cabeza recostada en el pecho de ella. Aunque fuese una tonta, esto no significaba que fuera incapaz de sentir amor. ¿Quién era él para decir lo que ella pensaba o sentía respecto de algo?
Mientras estas preguntas asaltaban la mente de Felipe, otras muchas empezaban a asediarlo, y no tenía respuestas para ninguna de ellas. Sólo sabía, con una repentina y casi cegadora claridad, que Maddy tenía toda la razón: nadie tenía derecho a arrebatar a un bebé de los brazos de su madre. Nadie. Debió de estar loco para considerar siquiera esta posibilidad.
Antes de casarse con Letizia, se había convencido a sí mismo de que ésta era la única cosa decente que podía hacerse. Lo había considerado un deber, no sólo para con ella, sino también para con el hijo de su hermano. En aquel instante ninguno de aquellos motivos se tenía en pie.
Una sensación abrasadora invadió los ojos de Felipe mientras veía que Letizia seguía escrutando su ombligo con un dedo. Con un fuerte chirrido de la silla, se puso de pie. Aunque lo hubiera prometido a sus padres, ¿cómo podría ser capaz de separarla del bebé después de que éste naciera?
La respuesta era sencilla: de ninguna manera, no podría hacerlo.
Poco más de una hora después, Letizia se quedó al fin a solas. La luz de la luna se vertía en su dormitorio, dividida en franjas anchas por los barrotes de la ventana. Pintados de plata, los muebles y los juguetes de los niños, olvidados desde hacía ya mucho tiempo, parecieron cobrar vida. Crudamente delineados por las sombras, los relieves tallados de la puerta del armario parecían formar el rostro de una persona. El caballito balancín que se encontraba en un rincón parecía moverse ligeramente. Sus crines y su cola se ondulaban como si una suave brisa los acariciase. Isabel imaginó que incluso podía oír voces y risas infantiles, apenas perceptibles, terriblemente lejanas, provenientes de un pasado ya remoto.
Una sensación maravillosa se adueñó de ella. Si Felipe de Borbon y Maddy no estaban mintiendo, tendría un hijo en muy poco tiempo. Su propio bebé. Esta idea hizo que se le formara un nudo de felicidad en la garganta. A veces se sentía muy sola viviendo en medio del silencio. Las únicas mascotas que podía tener eran las criaturas salvajes que ella domesticaba: los animales del bosque y algunos ratones del ático de sus padres. No tenía ningún amigo humano, ni esperanza alguna de poder tenerlo.

Un bebé... Letizia se rodeó la cintura con los brazos. Estaba tan feliz que le costaba contenerse. Tendría alguien a quien amar. Aquello era lo mejor que le había pasado en la vida. Tanto, que casi tenía miedo de creer que fuese verdad.
Después de sentarse con las piernas cruzadas en el centro de la cama, posó las manos de forma reverencial sobre su vientre. Felipe parecía estar convencido de que allí dentro había un bebé. Por más que lo intentaba, Letizia no podía imaginar cómo se las había apañado para entrar en ella. Y lo que era más importante, ¿cómo lograría salir de allí?
Quitándose el camisón de un tirón para explorar mejor su cuerpo, se metió de nuevo la yema del dedo en el ombligo. Se preguntó si ese agujero conduciría directamente a su estómago. No parecía ser así. Frunciendo el ceño, presionó con tanta fuerza como pudo hasta que empezó a sentir dolor. No, definitivamente el bebé no había entrado por aquel lugar, y tampoco era muy probable que pudiese salir por allí.
Cuando Letizia era una niña, su madre le dijo que las hadas traían a los bebés y que los dejaban en los umbrales de las casas durante la noche. Esta siempre le pareció una explicación perfectamente lógica, pues, si no los traían las hadas, ¿de qué otro lugar podían venir los bebés? Incluso las criaturas del bosque recién nacidas parecían aparecer junto a sus madres como por arte de magia. A excepción de los pájaros, desde luego. Letizia sabía que ellos salían de los huevos. Las mamas pájaros, igual que las gallinas domésticas, ponían los huevos y luego se sentaban sobre ellos hasta que sus polluelos salían del cascarón.
¿Sería posible que los bebés humanos también salieran de huevos? A lo mejor su madre le había mentido y las hadas no traían a los bebés, después de todo. Esta simple idea hizo que se le acelerara el corazón. Volviendo a llevarse las manos a la cintura, palpó la ligera protuberancia. Si había un huevo allí dentro, éste ya era mucho más grande que la mayoría. Seguramente saldría en muy poco tiempo.
Y luego, ¿qué? Ella pesaba demasiado para sentarse sobre un huevo sin romperlo. Entonces, ¿qué se suponía que debía hacer con él? Si los huevos se enfriaban, los polluelos que se encontraban dentro nunca salían del cascarón. Letizia supuso que morían allí.
A pesar de que era una calurosa noche de verano, se estremeció ante la idea de que el bebé pudiese morir dentro de su huevo por falta de calor. Se acostó y se cubrió hasta la barbilla con el edredón. No podía permitir que su bebé muriese. Sencillamente, no podía permitirlo. Tenía que pensar en una manera de mantenerlo abrigado. Pero ¿cómo?
El calor del edredón empezó a envolverla y Letizia encontró la respuesta a esta pregunta. Cuando su huevo saliera, podía acostarse junto a él bajo el edredón. El calor de su cuerpo mantendría a su bebé calentito hasta que saliera del cascarón.

La Canción De LetiziaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora