XXXIII

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Dejando caer el dibujo, Felipe se sentó en una de las sillas. Se dio palmaditas en una rodilla para llamarla.
—Ven aquí, cariño.
Ella cruzó los brazos bajo los pechos y negó con la cabeza. Su obstinada resistencia la hizo parecer más adorable que cualquier otra cosa. Felipe no pudo menos que advertir que la posición de sus brazos delgados realzaba ciertas partes de su anatomía. La modista, siguiendo sus explícitas instrucciones, había hecho los escotes de los vestidos ligeramente pronunciados. Nada indecente, sólo lo bastante pronunciados como para permitirle lucir de una manera encantadora sus atributos femeninos, los cuales se habían hecho más generosos debido a su avanzado embarazo. Al modo de ver de Felipe, si le prohibían comer, se merecía por lo menos que de vez en cuando le permitieran echarle un vistazo a la carta.
Volvió a darse palmaditas en la rodilla.
—Ven, cariño. Sólo quiero hablar contigo. —Sin lugar a duda, ésta era la mayor falsedad que había dicho en su vida.
Ella negó con la cabeza y dijo articulando para que él le leyera los labios:
—Quiero irme a casa.
La práctica cotidiana había hecho que las aptitudes de Felipe para leer los labios hubieran mejorado bastante; lo suficiente para, con gran esfuerzo, entender frases sencillas.
—¿A casa? ¿Quieres decir a casa de tus padres?
—Sí.
Él sólo tenía una respuesta para esto.
—No.
Inclinándose hacia adelante, Felipe la cogió de las muñecas y la atrajo hacia él. Haciendo caso omiso de sus protestas, lo cual no era muy difícil, pues no podía expresarlas en voz alta, tiró de ella para que se sentara sobre sus rodillas y la rodeó con el brazo.
—Ésta es tu casa ahora. Es aquí donde debes estar, a mi lado.
Ella apartó la mirada de sus labios y miró resueltamente la ventana. Comprendiendo enseguida cuál era su juego, él tiró dulcemente su cabello que caía sobre su sien. Al ver que ella se empeñaba en no mirarlo, las comisuras de su boca se torcieron. Cogiéndola de la barbilla, la obligó a volver la cabeza hacia él.
—Letizia, a mí no me importa que seas sorda. Eres muy guapa, cariñosa y divertida. Estar junto a ti me hace tan feliz como no lo he sido en mucho... —Felipe vio que ella estaba mirando fijamente su nariz. Él se rio muy a su pesar— Qué picara eres. De modo que piensas ignorarme, ¿no es verdad?
Logró atraer su atención pellizcándole la punta de la nariz.
—Te amo —susurró con voz ronca— Si te vas, Letizia, me partirás el corazón. ¿Es eso lo que quieres, causarme tristeza?
Sombras de dolor se asomaron a sus preciosos ojos. Llevando su pequeña mano a la mandíbula de Felipe, habló, modulando los labios muy despacio.
—Quiero que seas feliz. No podrás serlo con alguien como yo. Debes encontrar a una mujer que pueda oír y hablar.
A Felipe le costó darle sentido a las pocas palabras que había podido entender. Este esfuerzo le hizo apreciar la inteligencia de Letizia. Muchas de las posiciones de la boca que formaban determinados sonidos eran muy similares a aquellas que formaban otros. No obstante, Letizia lograba leer los labios con sorprendente destreza. Él sabía que, para lograrlo, ella no sólo tenía que seguirle el ritmo a la persona que hablaba, sino que además muchas veces tenía que adivinar para lograr entender las palabras confusas.
—Ninguna otra mujer puede hacerme feliz. —Finalmente había logrado entender lo que ella había dicho— Sólo tú, Letizia. ¿Entiendes? No puedes dejarme. Si lo haces, nunca más volveré a ser feliz. —No puedo oír. No puedo hablar. La gente piensa que soy una tonta, y todos me odian. Si me quedo contigo, también te odiarán a ti. —Hizo un gesto de frustración con las manos— Quiero que seas feliz. Déjame ir a casa.
Felipe pudo interpretar con facilidad las últimas cuatro palabras.
—¡No! Nunca. Si te vas, Letizia, cariño, yo me voy contigo. No hay más que hablar.
Un destello húmedo apareció en los ojos luminosos de Letizia. Ella lo miró fijamente durante unos interminables segundos, antes de que una sonrisa empezara a asomarse a las comisuras de sus labios.
—Tú eres el tonto, no yo.
Tras descifrar con dificultad esta frase, Harry sonrió.
—Sí, soy un tonto. Un gran zoquete sin sentido común. Creo que tendrás que quedarte aquí para cuidarme.
Ella puso los ojos en blanco, a todas luces exasperada con su lógica. O quizás con su falta de lógica.
—No puedo quedarme aquí.
Él tenía otras ideas y, deslizando una mano alrededor de su nuca, obró en consecuencia con ellas. Las palabras no eran la única manera en que un hombre y una mujer podían comunicarse, y él estaba resuelto a enseñarle esta lección en aquel preciso instante. ¿Que no tenía boca? La joven tenía una boca que haría que muchos hombres se mataran por ella.
Sospechando que tal vez se resistiera a sus besos, Felipe le sujetó con fuerza la espalda, preparado para controlarla hasta que empezara a relajarse. Pero, para su sorpresa, maravillosa sorpresa, la mujer accedió. Permitió que él le abriera los labios y metiera su lengua en los húmedos recovecos de su boca.
Dios santo. Felipe enseguida entró en éxtasis. Nunca un beso había sido tan maravillosamente dulce. Ella se entregó a él como una flor a la luz del sol, abriéndose, buscándolo, tan suave y delicadamente fragante que él se sintió embriagado. Su corazón se puso a latir con fuerza imparable. Empezó a respirar de forma entrecortada. Apretándola firmemente con el brazo, deslizó sus labios desde la boca hasta el cuello de su amada. La deseaba. Como brasas avivadas de repente para propagar el fuego, la pasión que había reprimido sin misericordia durante las últimas semanas se incendió dentro de él.

La Canción De LetiziaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora