30
Desde donde se encontraba, Letizia tenía una panorámica perfecta del trasero de la yegua, y vio horrorizada cómo Deiter metió el brazo, hasta el codo, dentro de la bestia. ¡Dentro de ella! Unos puntos negros empezaron a dar vueltas frente a los ojos de Letizia. Una terrible sensación de debilidad se adueñó de sus piernas. Un bebé, la yegua estaba teniendo un bebé. Un bebé que había estado creciendo en un lugar especial dentro de ella. Sólo que no era maravilloso, como Felipe le había dicho. Era horroroso. Más horroroso que todo lo que Letizia hubiera podido imaginarse. La yegua estaba sufriendo, y mucho. Y era evidente que si Felipe y Deiter no lograban hacer nada para ayudarla, la yegua iba a morir.
Una mano fuerte apretó el codo de Letizia. Parpadeando para intentar ver a través de los puntos que daban vueltas en sus ojos, la pobre chica alzó la vista hacia el rostro lleno de inquietud de un hombre que no conocía.
Él le dijo algo, pero ella estaba tan nerviosa, que no pudo prestar atención a su boca.
Todo lo que quería era marcharse de allí. Alejarse de aquel hombre. De las caballerizas, de Felipe, que le había mentido. Ir a algún lugar seguro... un lugar donde pudiera esconderse, donde pudiese soltar los gritos que la estaban invadiendo por dentro sin que nadie los oyera.
Se dio media vuelta rápidamente y empezó a correr, a ciegas y presa del pánico, pensando que, si corría lo suficientemente rápido, quizás lograse escapar del destino que la naturaleza tenía reservado para ella. No obstante, al salir de las caballerizas, este pensamiento se alejó de su mente. Sus piernas eran como caucho derretido: le temblaban y no podían sostener su peso. El mundo en torno a ella pareció estar dando una lenta vuelta ondulante, en unos momentos verticalmente y, en otros, moviéndose alrededor de su eje. Se sentía como si la estuvieran lanzando boca abajo y luego de lado. Se sintió mareada, terriblemente mareada. En medio de su visión borrosa, logró distinguir la casa y corrió hacia ella tambaleándose. Allí había un escondrijo. Un lugar seguro.Felipe acababa de terminar de lavarse y se estaba secando los brazos cuando Maddy irrumpió en las caballerizas. Sus ojos verdes se le habían salido de las órbitas y tenía el rostro lívido. Se detuvo junto a él tras dar un resbalón y empezó a mover la boca, pero pasaron varios segundos antes de que de ella saliera algún sonido coherente.
—Letizia —logró decir finalmente—. ¡Está arriba, en el ático! Está gritando y quejándose de una manera espantosa. Venga, señor. ¡Venga rápido!
Uno de los peones, que se había lavado justo antes que Felipe y se encontraba allí cerca abotonándose la camisa, lanzó una exclamación.
—¡Maldición!
Maddy y Felipe se volvieron hacia él. El hombre se encogió de hombros al ver sus miradas inquisidoras.
—La señora estuvo aquí hace un rato —explicó con aire avergonzado— Parecía estar muy alterada cuando se marchó corriendo.
—¿Estuvo aquí? —Felipe estaba conmocionado—. ¿Qué quieres decir con eso, Parkins? ¿Acaso vio a la yegua? —Cuando el hombre asintió con un movimiento de cabeza, Felipe estuvo a punto de soltar un gruñido—. ¿Por qué demonios no me lo dijiste?
—Bueno, pues porque usted estaba ocupado. Con la yegua y todo lo demás. Si yo lo hubiera molestado, con seguridad la habríamos perdido.
Felipe sintió unas ganas enormes de dar un puñetazo en la boca a aquel hombre y de hacer que se tragara los dientes.
—Mi esposa es mucho más importante para mí que una maldita yegua, Parkins. Ella no debió entrar aquí. Apenas la viste, tenías que haber...
Felipe se interrumpió. Comprendió que era inútil echarle la culpa de todo aquello al peón. El daño ya estaba hecho. Tirando al suelo la toalla que estaba usando, apartó a Maddy de un empujón y corrió hacia la casa.Desde el instante mismo en que entró en el recibidor, oyó los gritos de su mujer. Nunca en su vida había oído algo semejante. Eran horribles alaridos de demente, que retumbaban de manera extraña e inquietante en el rellano y las escaleras. Agarrando con fuerza el pasamanos, subió los escalones de dos en dos. El corazón le golpeaba el pecho con la fuerza de un mazo. Al llegar al segundo tramo de escaleras, los gritos parecieron hacerse más fuertes, más aterradores. En ocasiones eran alaridos y, en otros momentos, gemidos guturales. Los intermitentes sollozos eran tan profundos y desgarradores que empezó a temer que Letizia se hiciera daño.
Atravesó corriendo el pasillo del segundo piso, para dirigirse al ala occidental de la casa. Llegó a las peligrosamente estrechas y empinadas escaleras. Se cayó sobre una rodilla. Se levantó con gran esfuerzo. Siguió subiendo los escalones en medio de la penumbra, consciente de los gritos y de la desesperada necesidad de llegar al lugar donde estaba su esposa.
Alcanzó la puerta cerrada del ático como si la barrera de madera no estuviese allí. Oscuridad. Objetos en medio del camino. Si no podía saltar por encima de los obstáculos, se abría camino a través de ellos, apenas sintiendo dolor cuando un anguloso saliente golpeaba sus espinillas o los muslos. Letizia... ¡Santo Dios! El pánico y el dolor que percibía en sus gritos estuvieron a punto de hacer que se cayera de bruces. La yegua, pensó con furia. Había visto a la yegua dando a luz. Que entrase en las caballerizas y presenciara algo tan terrible le hacía sentirse muy mal. Físicamente mal. Ninguna mujer embarazada debería ver algo semejante, y menos alguien como Letizia.
Felipe llegó finalmente a la pared que separaba el pequeño salón de Letizia del resto del ático. Rodeó el tabique tambaleándose, cuando ella dejó de gritar de repente. Siguió un silencio tan absoluto que le pareció ensordecedor, como si retumbase en sus oídos. Entonces, fue vagamente consciente del ruido áspero que hacía su propia respiración.
La débil luz de aquella tarde de finales de otoño entraba de forma anodina a través de las buhardillas, sin lograr iluminar la habitación. Felipe escrutó la penumbra con su mirada, intentando desesperadamente encontrar a Letizia. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, vio al fin su pálido rostro ovalado. Acercándose un poco más, y forzando la vista, empezó a distinguir sus rasgos.
Dispuesto a consolarla a todo trance, dio tres grandes zancadas hacia el rincón en el que se encontraba acurrucada.
—Letizia, cariño. —La cogió de los hombros, que temblaban violentamente— Amor...
Entonces Felipe cayó en la cuenta de algo. El silencio. El repentino y terrible silencio. Dios santo, estaba conteniendo la respiración. Para no gritar. Tenía miedo. Le tenía miedo a él. Había infringido la norma del silencio, y ahora pensaba que él podría castigarla.
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La Canción De Letizia
FanfictionFelipe de Borbon y Grecia se queda horrorizado al descubrir que su hermano había forzado a una muchacha indefensa. Atormentado por la culpa, Felipe se casa con ella y pretende criar al hijo que lleva en su vientre. Al poco tiempo de la boda, Felipe...