XIII

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Durante el resto del día y los dos siguientes, Felipe evitó deliberadamente subir a la habitación de los niños. No obstante, todos los días se reunía con la señora Perkins para que lo pusiera al corriente de los progresos de Letizia. Paloma de Ortiz les hizo una visita y, tras permanecer allí largo tiempo, pareció quedar satisfecha con las referencias y el rendimiento de la cuidadora.
La señora Perkins, una amable mujer de mediana edad, había llegado a la Estancia con cartas de recomendación llenas de alabanzas y parecía ser la personificación de la eficiencia. Contó a Felipe que Letizia se estaba adaptando muy bien a su nueva rutina, y que no debía preocuparse lo más mínimo por su bienestar. A partir de aquel momento, le dijo, eso era asunto suyo.
Felipe estaba más que dispuesto a dejar que la mujer se las arreglara sola. No podía olvidar su reacción física en el carruaje ante la presencia de Letizia, y tampoco podía perdonarse a sí mismo por ello. Cuanto más lejos estuviese de la joven, mejor.
Afortunadamente, la suya era una vieja casona llena de recovecos y, tal y como había predicho el doctor Muir, la presencia de Letizia en aquel lugar podía pasar prácticamente inadvertida. Felipe siguió con su rutina habitual: trabajaba durante el día en las caballerizas, en los campos o en la cantera, y pasaba las noches haciendo cuentas o descansando en el estudio.
La tercera noche, él acababa de arrellanarse en su silla favorita con una copa de coñac y un número reciente del Morning Oregonian de Portland, cuando un chillido desgarrador retumbó en la habitación. Enseguida se enderezó en su asiento y se le erizaron los pelos de la nuca. Poco después se oyeron unos gritos.
Felipe soltó una maldición y salió corriendo al pasillo, donde chocó con Maddy, su ama de llaves, quien también se había alarmado al oír aquel escándalo. Después de recobrar el equilibrio con algo de dificultad, los dos se dirigieron hacia las escaleras. En el ascenso, Felipe le sacó una ventaja considerable a la mujer. Maddy, rellenita y de piernas cortas, iba jadeando detrás de él. Cuando Felipe llegó a la habitación de los niños, encontró que la habían cerrado con llave por dentro.
Golpeó con fuerza el grueso panel de roble.
—¡Señora Perkins! ¿Qué demonios está pasando?
—¡Ayúdeme! —La mujer parecía desesperada—. ¡Ay, Dios, ten piedad! ¡Ayúdeme, por favor!
—¡Jesús, María y José! —Maddy se persignó, horrorizada.
Felipe la hizo a un lado a empujones. Echándose un poco hacia atrás, le dio una fuerte patada a la puerta. La gruesa tabla de roble se mantuvo firme. Espoleado por los gritos procedentes de la habitación, dio varios pasos hacia atrás y embistió con todo su peso con el hombro contra la puerta. Tras el impacto, rebotó hacia atrás con tal violencia que prácticamente se estrelló contra la pared.
—¡Joder!
Maddy se llevó las manos a las sienes.
—¡Dios santo! ¿Qué está pasando ahí dentro?
Al parecer, se había armado la de Dios es Cristo. Felipe miró la puerta con denodada resolución. Toda la vida había oído historias de hombres que echaban abajo puertas a patadas, y él era más corpulento que la mayoría. Tenía que haber un truco para conseguirlo. Centrando toda su atención en el pomo de la puerta, retrocedió tanto como se lo permitió la pared que se encontraba detrás de él, dio dos pasos para coger impulso y plantó el pie justo debajo de la cerradura de latón. La estructura de madera se astilló, la puerta cedió y Felipe entró en la habitación de los niños corriendo y tambaleándose.

Sin dejar de dar tumbos, se detuvo a escasos centímetros de la señora Perkins e Letizia, quienes parecían estar enzarzadas en un combate mortal.
Tal era la confusión de aquellos cuerpos retorcidos, que Felipe tardó un momento en entender lo que estaba pasando. Cuando finalmente lo hizo, abrió los ojos como platos. Letizia, la dócil criaturilla que según el doctor Muir nunca le causaría problemas, tenía los dientes clavados en el dedo de la señora Perkins. Por lo visto, tenía la intención de liberar a la mujer de esa parte accesoria de su cuerpo. La cuidadora, dando saltos de dolor, golpeaba a su atacante en la cabeza y en los hombros para intentar soltarse. Antes de que Felipe pudiese intervenir, la mujer decidió que los golpes simples no servían de nada y recurrió a los puños.
—¡Ya basta! —gritó Felipe.
Entró en la refriega, sin saber muy bien a quién debía salvar, si a Letizia, que estaba siendo aporreada, o a la señora Perkins, que corría peligro de perder una parte de su cuerpo. Poco después, cayó vagamente en la cuenta de que Maddy estaba participando en la pelea un poco desde fuera, por así decirlo: agarraba ropas por un lado, brazos y pelos por el otro, y su fuerte acento irlandés aumentaba el barullo reinante. Siguió, entonces, una pelea entre cuatro personas: Letizia y la señora Perkins, entrelazadas en un peligroso abrazo, y Felipe y Maddy intentando separarlas sin mucho éxito. Justo en el momento en que Felipe finalmente lograba abrir las mandíbulas fuertemente apretadas de Letizia, la desesperada señora Perkins erró el blanco y le dio un fuerte golpe en la nariz a él.
—¡Pequeña zorra!
—¡Un momento! —Felipe pareció cambiar de actitud de repente— No permitiré que hable usted de esa manera. —Intentó limpiarse la sangre que le caía sobre el labio superior— ¿Qué demonios indujo a la chica a morderle? —Vio que Letizia había huido al otro extremo de la habitación, donde se acurrucó en el suelo con la espalda apretada contra la pared. El dirigió de nuevo su mirada hacia la cuidadora—: Y bien, ¿qué me dice?
—¡Nada la indujo a hacerlo! Me agredió sin ninguna provocación por mi parte.
Felipe se limpió la cara de nuevo y observó a la robusta mujer. Su instinto le decía que no le estaba diciendo toda la verdad.
—¿Exactamente cómo llegó su dedo a la boca de Isabel?
—Me mordió, sin más.
Dada su propia experiencia con la jovencilla, a Felipe no le costaba creer lo del mordisco, pero le parecía muy extraño que le hubiese mordido un dedo en lugar de una parte más accesible del cuerpo.

La Canción De LetiziaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora