XXXV

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—¿Recuerdas cuántas veces te gané al ajedrez, sentados aquí mismo frente a esta chimenea?

—Recuerdo cuántas veces hiciste trampa.

Daniel se rio entre dientes.

—Es cierto. La única manera de que pudiera ganar era moviendo las fichas cuando volvías la cabeza. —Guardó silencio un momento. Luego, habló de nuevo— Eran buenos tiempos, ya lo creo que eran buenos tiempos.

—Esos tiempos ya pasaron, y tú tienes toda la culpa de que sea así. —Felipe sacó un pequeño sobre de dinero de la caja fuerte. Se dirigió al escritorio— Voy a hacerte un cheque por una suma considerable. Adminístralo con mucha prudencia. Cuando este dinero se acabe, no recibirás nada más. No quiero volver a verte aquí, ¿entiendes?

Estas palabras sonaron como un eco. Con despiadada claridad, Felipe recordó habérselas dicho a Daniel en una ocasión anterior y haber creído que las decía de todo corazón. Pero lo cierto era que le estaba dando dinero una vez más. Eso no tenía sentido, ni siquiera para él, pero se sentía incapaz de hacer otra cosa. Se imaginaba a sí mismo, unos cuantos años más tarde, recreando aquella misma escena por enésima vez, mofándose de sí mismo por repetir las mismas palabras sin sentido.

Daniel apoyó un hombro en la pared de piedra de la chimenea.

—Por Dios, Felipe, soy tu hermano. Sé que cometí un grave pecado al violar a esa chica. Si volviera atrás en el tiempo, no lo haría. Pero no puedo deshacer el pasado. ¿No podrás perdonarme nunca?

Felipe alzó la vista del cheque que estaba firmando.

—Lamentablemente, sí. Pero siempre me he portado como un tonto en todo lo relacionado contigo, ¿no es verdad? ¿Sabes que a veces me quedo despierto hasta el amanecer, preguntándome qué error cometí al educarte? Me culpo a mí mismo de todo lo que ha sucedido. Si hubiera sido más severo, más estricto, si te hubiera dado unas cuantas patadas en el trasero, ¿habrías sido un hombre diferente?

—Tú me criaste muy bien —le aseguró Daniel— Yo hice una estupidez, eso es todo. No tienes la culpa de nada. Quizá yo tampoco. Estaba borracho. No podía pensar con claridad. Simplemente pasó eso, Felipe. Yo no sabía lo que estaba haciendo. Conoces bien en qué clase de persona me convierto cuando bebo. Me vuelvo tan cruel como una víbora. Lo reconozco.

Conocedor de las intenciones de su hermano, Felipe le interrumpió.

—No sigas, Daniel. Esta vez tu palabrería no puede arreglar las cosas entre nosotros. Sólo lograrás empeorarlo todo.

—¿Empeorarlo? —Su hermano se alejó de la chimenea, alzando las manos de modo suplicante— Al menos escúchame. Yo tampoco puedo dormir de noche. Me siento muy mal. No sólo por lo que le hice a esa chica, sino también por haberte desilusionado. Dame otra oportunidad, por favor. Sólo una más. He jurado dejar la bebida. No he bebido ni una sola gota desde que me marché.

—¿Ah, ¿sí? ¿Y entonces a qué se debe el olor que percibí en tu aliento cuando estábamos en el comedor? ¿Es té?

—Hace mucho frío esta noche. Sólo eché un traguito para calentarme, eso es todo. Un traguito.

Felipe negó con la cabeza.

—¿Acaso he sido tan tonto como para que ahora esperes que yo crea esas pendejadas? —Se pasó una mano por el pelo— Pero ¿sabes una cosa? Tienes razón. Creo que el alcohol constituye la mayor parte de tu problema; que, cuando bebes, haces cosas que normalmente no harías. Lamentablemente, otra parte de tu problema es que siempre podrás justificar la necesidad de echarte sólo un traguito. Y luego otro. Y otro más. Miéntete a ti mismo, si eso es lo que quieres, pero no me mientas a mí.

La Canción De LetiziaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora