EPILOGO

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El sol entraba a raudales por la ventana del comedor, formando una aureola dorada en torno a Letizia, que se encontraba sentada a la mesa, con la cabeza inclinada y la mirada fija en algo que tenía sobre el regazo. Incluso después de tres años de matrimonio, Felipe no dejaba de agradecerle a Dios que hubiera bendecido su vida con alguien tan dulce, y vaciló un momento en la entrada para observarla durante un momento. A juzgar por el aspecto del plato, ella había vuelto a dejar su desayuno casi intacto por tercer día consecutivo.

Un poco preocupado, Felipe cruzó la habitación a grandes zancadas. Gary, el lanudo perro blanco que Felipe le había regalado a su esposa hacía ya dos años, debió de sentir los pasos de su amo vibrando a través del suelo, pues se despertó sobresaltado y empezó a dar saltos en torno a la silla de la mujer, ladrando estridentemente. Al percibir este sonido, Letizia apartó la vista de lo que Felipe entonces pudo ver que era un bordado.

-Buenos días -dijo ella con una cariñosa sonrisa y un suave tono.

-Buenos días.

Felipe dirigió su mirada hacia el bullicioso perro. Puesto que el agudo ladrido del animal era uno de los pocos sonidos que su esposa podía oír, se abstuvo de quejarse por la escandalera. Aunque el perro no sirviera para nada más, siempre ladraba para alertar a Letizia cuando Juan Pablo empezaba a llorar, y esto hacía que la peluda criatura valiese su peso en oro. Gary, nombre que era perfecto para él, también ladraba para avisar a Letizia de que alguien la estaba llamando a ella o a la puerta, permitiéndole a su ama responder ante ruidos que de otra manera no habría advertido.

Con una suave risa, Letizia dejó a un lado sus labores y se inclinó para llevar una mano al hocico de Gary.

-Ya basta -le dijo al perro dulcemente.

Gary, que adoraba a su ama casi tanto como el marido, empezó a temblar y a girar en torno a ella, tan contento de que lo hubiera tocado que parecía haberse vuelto loco de alegría. Felipe entendía este sentimiento. Dejando escapar un suspiro, sacó una silla de la mesa y se sentó. Acto seguido, dirigió la mirada una vez más hacia el plato del desayuno de su esposa.

-Leti, mi amor, tienes que comer, últimamente nunca desayunas. ¿Te encuentras mal o qué?

Dirigiendo la mirada hacia su plato, ella arrugó la nariz y se llevó una mano a la cintura.

-No, es sólo que no quiero comer, estoy engordando.

-Ésas no son más que tonterías, si alguna vez...

Felipe se interrumpió. Letizia había hinchado las mejillas, intentando que su cara pareciese rellenita. Este gesto le recordó tanto aquella inolvidable noche en que él comprendió por primera vez lo inteligente que era ella, que se le puso la carne de gallina. Miró profundamente sus cándidos ojos verde tierra. No... No era posible. Echó un vistazo a su cintura. ¿No era un poco más grande que de costumbre?, se preguntó. ¿O se lo estaba imaginando? Cuando volvió a alzar la vista, habría podido jurar que había visto una sonrisa fugaz asomándose a la dulce boca de su esposa.

- ¿Letizia? Cariño, ¿estás...?

Ella levantó sus hermosas cejas. Sin duda había una sonrisa jugueteando en su boca, concluyó Felipe. Una sonrisa pícara. Sintió como si el estómago se le hubiera caído al suelo. No era posible. Ya tenía todo lo que un hombre podría desear: una esposa absolutamente maravillosa y un hijo precioso. Desear más... bueno, aunque Felipe adoraba los niños, nunca se había permitido albergar la esperanza de tener más hijos, más que nada porque temía sufrir una decepción.

- Letizia de Borbón, no me tomes el pelo -le advirtió con aire de gravedad- No bromees con algo así. ¿Estás embarazada?

Los ojos de Letizia se iluminaron de modo sospechoso mientras asentía lentamente con la cabeza. Felipe no pudo contener la alegría repentina que estalló dentro de él. Sin pensarlo dos veces, se levantó de la silla y estrechó a la joven mujer entre sus brazos. El bordado salió volando por el aire. Gary se quitó de en medio rápidamente, mientras Felipe arrastraba a su esposa por toda la habitación al compás de un vals imaginario.

- ¡Estás embarazada! -gritó- ¡No puedo creerlo!

Aferrándose a sus brazos, Letizia le permitió que la hiciera girar sin que sus pies tocaran el suelo. La joven soltó una estridente carcajada cuando él la estrechó contra su pecho para abrazarla.

- ¡Ten cuidado! -le advirtió- ¡No me aprietes con tanta fuerza!

Felipe enseguida moderó su desmedido entusiasmo.

-Perdóname, mi amor.

Se inclinó para besarla. En el instante mismo en que los labios se tocaron, ella se derritió en sus brazos, haciendo que Felipe pensara en todas las veces en que habían empezado de esta manera y habían terminado cerrando las puertas del comedor con llave para poder hacer el amor.

-Te amo. ¡Dios santo, cuánto te amo! -murmuró Felipe.

Acababa de hacer esta declaración cuando oyó unos murmullos. Puso fin al beso abruptamente, miró por encima de la cabeza de Letizia y vio que Frederick, el mayordomo, se encontraba en el comedor, llevando al pequeño Juan Pablo a caballo sobre sus hombros.

- ¿Qué pasa, Frederick?

Antes de que el mayordomo pudiera hablar, Maddy asomó su roja cabeza por uno de los costados del cuerpo de Frederick.

- ¿Ya se lo ha dicho?

Felipe sintió que Letizia se movía y, al mirar hacia abajo, vio que ella estaba negando categóricamente con la cabeza y llevándose un dedo a la boca. En respuesta, Maddy hizo una mueca. Para Felipe estaba clarísimo que el ama de llaves y el mayordomo ya sabían que Letizia estaba embarazada. Como siempre, el marido era el último en enterarse. Contrariado, frunció el ceño, pero la verdad era que no podía enfadarse. En sus tres años de matrimonio, Letizia había llegado a considerar a Maddy como una segunda madre. No podía reprocharle que hubiera compartido sus inquietudes íntimas con la mujer mayor. Lamentablemente, desde su matrimonio con Frederick, hacía ya un año, Maddy había adquirido la molesta costumbre de contárselo todo, aunque se tratase de un secreto.

- ¡Bebé! -dijo riéndose el pequeño Juan Pablo. Luego, chasqueando la lengua como si estuviera fustigando un caballo, tiró del pelo de Frederick y dio patadas con sus pequeños pies- ¡Arre, Federick! ¡Arre!

Siempre dispuesto a complacer al joven amo de la casa, Frederick empezó a correr sin moverse del sitio, saltando tanto como podía para satisfacer a su intrépido jinete.

-Lo siento, señor, pero yo me enteré antes de que usted sólo porque...

-Yo se lo conté -dijo Maddy tras dejar escapar un resoplido- Además, no es algo que haya que mantener en secreto, ¿no es verdad?

El ama de llaves dejó a Felipe sin argumentos. No era ningún secreto, era más bien un regalo precioso, una noticia maravillosa que había que proclamar a los cuatro vientos. Volvió a estrechar a Letizia en sus brazos, tan feliz que no podía expresarlo con palabras. Afortunadamente, ella pareció entender esto y le devolvió el abrazo. Con el rabillo del ojo, Felipe vio al pequeño Juan Pablo saltando sobre los hombros de Frederick. Maddy sonreía con orgullo, como si aquel bebé que aún no había nacido fuese su nieto. Felipe supuso que, dadas las circunstancias, eso era lo más apropiado. Maddy era como una madre, tanto para su esposa como para él.

«Quiero una niña», pensó Felipe. Ya tenía un hermoso hijo. Sí, quería una hija. Aunque en realidad no le importaba si era niño o niña, mientras estuviese sano. Pero, en el fondo, en lo más profundo de su corazón, quería una pequeña. Una niña de sedoso pelo azabache y enormes e increíblemente expresivos ojos verde tierra. La feliz algarabía de voces pareció apagarse poco a poco mientras Felipe miraba el rostro precioso de su esposa.

Sí, una niña idéntica a su amada Letizia...

Ahora sí, este es el fin, Adiós nos vemos hasta una próxima historia, los y las quiero.

La Canción De LetiziaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora