XXXII

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Letizia se sentó en el centro de la cama, meciéndose hacia adelante y hacia atrás con las manos sobre el rostro. Conteniendo inútilmente la respiración para sofocar los sollozos, lloraba desconsoladamente. Él la amaba. Ya se lo había dicho hacía dos noches. Pero hasta hacía apenas unos instantes, cuando lo miró a los ojos mientras decía estas palabras, no había pensado en las consecuencias que tendría un sentimiento semejante: no para ella, sino para él.
Él la amaba. Al ver la expresión de su rostro al decir estas palabras... ¡Ay, Dios! Letizia se atragantó con su propia saliva al recordar la sensación de impotencia que la invadió cuando no pudo responderle.
Una persona a medias, eso era ella. Una sorda. Nada de lo que él hiciera, nada de lo que le diera podría cambiar eso. Nada. Las personas normales la habían rechazado toda la vida. Era una marginada de la sociedad allí donde fuese. Una persona que no podía hacer amigos ni ir a la iglesia, y a quien también le prohibían acercarse al pueblo. Aunque en realidad no quería hacer ninguna de estas cosas, pues hacerlas sólo le traía dolor. No era divertido en absoluto que las demás personas la miraran boquiabiertas o la martirizaran, ni tampoco que hablasen de ella en susurros, pensando que no sabía qué estaban diciendo. Ella lo sabía perfectamente, pues, aunque hablaran en voz muy baja, ella podía leerles los labios. Allí está la tal Letizia Ortiz, la tonta. Pobrecita. Letizia, la tonta. Letizia, la tonta.
¿Sería éste el regalo que le daría a Felipe? ¿Nada más que dolor? ¿Era lo que ella quería aportarle a su vida? Para evitar que le hicieran daño, ella se había contentado con apartarse de la gente, se había conformado con vivir la vida a medias. Había entendido desde hacía ya muchos años que una vida a medias era todo lo que podía esperar. Pero Felipe podía tener mucho más. Los ojos de Letizia volvieron a llenarse de lágrimas, prendiendo fuego al fondo de su garganta. Felipe era un hombre maravilloso. No sólo era apuesto, sino también dulce y amable. Podría tener a cualquier mujer que quisiera. Letizia estaba segura de que a todas las damas bonitas del pueblo les encantaría estar en su lugar, ser la única destinataria de toda su atención. ¿Por qué tendría que conformarse con una mujer sorda?
No sólo con una mujer sorda, sino que además no podía decirle siquiera que lo amaba.
Letizia sabía lo que pasaría si permitía que aquella situación continuara. En poco tiempo la gente empezaría a rechazar a Felipe, no porque hubiera hecho algo, sino porque se había relacionado con ella. Antes de que se diera cuenta, se quedaría sin amigos. Nadie lo invitaría a su casa. Y nadie querría ir a visitarlo mientras ella viviera allí. Letizia, la tonta. Para lo único que servía, para lo único que serviría siempre, era para que las demás personas tuvieran algo que mirar.
Letizia nunca había conocido a nadie como Felipe. Desde que llegó a la Estancia, él le había cambiado la vida. Nunca había querido a nadie como a él. No podría soportar ver que empezaban a pasarle cosas malas por su culpa. Él tenía que enamorarse de otra persona. De alguien que pudiera hacerlo feliz, y no al revés.
Tras tomar esta decisión, Letizia lloró hasta quedar completamente agotada y sin más lágrimas que derramar. Luego, reflexionó acerca de cuál sería la mejor manera de comunicarle a Felipe sus sentimientos. Él aún no era lo suficientemente bueno leyendo los labios como para que ella le contase todo eso, y tratar de representar lo que quería decirle sería imposible. Mientras reflexionaba sobre este problema, recordó de repente la noche en que él le había hecho un dibujo para decirle que estaba esperando un bebé. Felipe andaba de un lado para otro del pasillo. Subía y bajaba las escaleras. Iba a la habitación de los niños. Luego volvía sobre sus pasos. Una y otra vez. Y vuelta a empezar. Poco tiempo después, perdió la cuenta de cuántas veces había subido las escaleras. Algo terrible estaba pasando. Lo había visto en los ojos de Letizia. Pero no alcanzaba a imaginar de qué se trataba. Había creído que los audífonos la harían absolutamente feliz. Pero, en lugar de esto, se había puesto a llorar. ¿Por qué? A pesar de darle vueltas al asunto una y otra vez, no pudo encontrar una respuesta.
Cuando finalmente oyó el revelador chirrido de los goznes de una puerta, se encontraba subiendo las escaleras. Aquélla debía de ser la milésima vez que lo hacía. El leve sonido de la puerta abriéndose hizo que subiera volando el resto de los escalones. Tras correr a lo largo del pasillo, se detuvo frente a su puerta. Letizia estaba dentro de la habitación, con su pequeña mano aferrada al pomo de la puerta y el rostro tan blanco como la leche. Por la mancha roja que se veía alrededor de sus ojos, supo que la muchacha había estado llorando.
Ella dio un paso hacia atrás y con un gesto le indicó que entrara. Felipe tuvo un mal presentimiento. Letizia esquivó su mirada mientras él entraba en la habitación. Luego, con un resuelto ruidito seco, cerró la puerta. Sin mirarlo, se dirigió rápidamente a la mesa, donde cogió una hoja de papel y se la ofreció.
—¿Qué es esto? —Felipe salvó la distancia que los separaba y cogió el papel con mano tensa. Después de estudiar el dibujo que ella había hecho, se pronunció— Letizia, esto es extraordinario. Tienes mucho talento.
Había hecho sus retratos, y su atención al detalle era increíble. Salvo en el trabajo de los artistas profesionales, Felipe nunca había visto tal dominio de la técnica. Le había dado vida al dibujo sólo con el carboncillo y el papel. Sonrió ligeramente al advertir la expresión que ella había captado en su rostro. ¿Sería cierto que él la miraba de aquella manera? ¿Con una sonrisa desenfadada y un destello lascivo en los ojos? Supuso que debía ser así, y no le quedó más remedio que maravillarse de que ella no le hubiera dado un par de bofetadas por tal afrenta. Aunque la verdad era que Letizia no reconocería la lascivia, aunque la tuviera frente a sus narices.
Su mirada se posó en la imagen de Letizia, y le pareció que ésta no se ajustaba del todo a la realidad. Después de estudiar atentamente el retrato, comprendió que ella probablemente se había reproducido a sí misma en el papel de una manera muy similar a como se veía en el espejo: adusta, sin indicio alguno de la inocente dulzura ni de las expresiones cándidas que le robaron el corazón. Los ojos no reflejaban ningún sentimiento ni mostraban brillo alguno. No había hoyuelos en sus mejillas. Era Letizia, pero sin su luminoso resplandor. Aunque no dejaba de ser hermosa, era sólo un rostro sin alma.
Le pareció que había algo más que no estaba del todo bien. Que hacía falta algo más. Pero durante unos instantes no pudo saber con exactitud de qué se trataba. Después de estudiar el dibujo un rato, Felipe finalmente advirtió cuál era el error y, con el corazón en la garganta, alzó la vista para mirarla.
Letizia se había dibujado sin orejas.
Un poco tembloroso, Felipe dejó el dibujo sobre la mesa. Estaba a punto de hablar, pero ella rápidamente cogió otro y se lo puso en las manos. El hombre bajó la vista y vio otro dibujo perfectamente ejecutado del rostro de Letizia; pero a éste, además de las orejas, también le faltaba la boca.
Felipe quiso romper el dibujo en pedacitos y decirle que no fuera ridícula. Pero la expresión de dolor que vio en sus ojos se lo impidió. Estaba claro que era un asunto muy serio para ella y, a juzgar por la fuerza con la que apretaba la boca, el hecho de atraer la atención hacia lo que obviamente consideraba sus ineptitudes le resultaba muy doloroso. Sumamente doloroso.

6/6

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La Canción De LetiziaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora