XLIII

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Letizia tenía a Juan Pablo amorosamente apretado contra su pecho, y su mirada estaba fija en el fuego. Las puntas de sus zapatillas tocaban el suelo con regularidad para mantener el movimiento de la mecedora. No miraba ni hacia la izquierda ni hacia la derecha, ni tampoco arriba o abajo; sólo al frente. El dolor que sentía en el pecho era tan intenso que tenía dificultades para respirar.

Asistir a una escuela... durante dos o tres años. Albany, donde aprendería a hablar, leer, escribir y hacer operaciones matemáticas. En Albany, donde no formaría parte de la vida de Felipe hasta que tuviera una formación lo suficientemente completa como para no hacerle pasar vergüenza.

Letizia, la tonta...

Cerró los ojos, resuelta a no llorar, a pesar de todo el dolor que sentía. No podía culparlo por la decisión que había tomado. De verdad que no podía hacerlo. Ella sabía desde el principio que no era la mujer adecuada para él, que su sordera le impedía ser una esposa idónea. Si iba a la escuela, podría aprender a hablar. En verdad eso sería de gran ayuda. Cuando Felipe la llevara al pueblo, sería menos probable que la gente se quedara mirándolos fijamente y dijera cosas en voz baja si ella podía hablar. También sería mejor para el pequeño Juan Pablo. No quería que se mofaran de él porque su madre era una tonta. Sabía cuánto dolía que se burlaran constantemente de uno.

Albany... una escuela para sordos. Donde podría hacer amigos. Un lugar especial, donde todos los demás también eran idiotas. Un lugar donde los idiotas ponían en escena obras de teatro, iban a bailes y fingían ser normales. Un lugar al que Felipe podía mandarla para que la gente no lo viera con ella todo el tiempo y no se riera de él.

Juan Pablo empezó a retorcerse. Abriendo los ojos, Letizia se desabrochó el canesú del vestido y acercó la boca del bebé a su pecho. Mientras él se acomodaba, ella acariciaba su sedosa cabecita con las yemas de los dedos. Meciéndose, meciéndose constantemente. Dentro de su cabeza, la palabra Albany se convirtió en un sonsonete. En tres semanas viajaría a ese pueblo. En tres años, si aprendía rápido, podría volver a casa. Era tan sencillo y tan horrible como eso.

Cric crac, cric crac, cric crac. Este sonido era suficiente para volver loco a Felipe. Se encontraba sentado en el borde de la cama, esperando pacientemente a que Letizia terminara de amamantar a Juan Pablo para poder hablarle acerca de la escuela. Por la mirada que había visto en sus ojos anteriormente, supo que ella creía que él no quería tenerla a su lado, que la estaba mandando lejos de allí para quitarla de en medio.

Y no era verdad en absoluto. La amaba más de lo que jamás había amado a nadie. La sola idea de pasar un día sin ella era un verdadero tormento, no digamos varios... Preferiría cortarse un brazo.

Desde la ventajosa posición en que se encontraba, podía verla con toda claridad. Hacía ya mucho tiempo que Juan Pablo se había aburrido de chupar leche y estaba simplemente actuando de forma rutinaria, nada más. Mamaba con desgana, mordisqueando la cima del pezón. Letizia permanecía allí sentada, dejándole hacer, empujando rítmicamente con sus piececitos para mantener la mecedora en movimiento. Cric crac, cric crac, cric crac. Felipe estuvo tentado de coger la condenada silla y tirarla por la ventana. Pero, en lugar de hacer esto, se quedó allí sentado, como la personificación misma de la paciencia, deseando con todas sus fuerzas que su esposa al menos se dignara mirarlo.

Juan Pablo empezó a quedarse dormido al fin. Cogiendo su pezón entre los dedos índice y medio, Letizia intentó incitar a su boquita a seguir. Era reacia a dejar de amamantar a su bebé y así quedarse sin una excusa para seguir ignorando a su esposo. Mientras la miraba, Felipe se vio obligado a apretar los dientes con fuerza, no porque ella lo estuviese ignorando, sino porque el hecho de ver sus pechos desnudos lo estaba volviendo loco.

La Canción De LetiziaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora