XXIX

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—Usted hizo lo que pensó que era lo mejor para su hija, Paloma. Es espantoso que las cosas hayan sucedido de esta manera, sí. Pero, a pesar de todo, creo que ella fue bastante feliz a su manera. Esa parte de su vida ya ha terminado. Tenemos que dejar el pasado atrás y concentrarnos en su futuro. Letizia puede tener una vida maravillosa y casi normal a partir de ahora, si todos trabajamos juntos para que esto sea así. Hace un momento expresó usted el temor de que yo la consintiera demasiado. Estoy haciendo todo lo posible por estar a la altura de sus peores temores. ¿Querría usted echarme una mano?
Ella clavó sus ojos llenos de esperanza en los de Felipe.
—Ay, Felipe, ¿me lo permitiría usted? ¿Me permitiría formar parte de todo esto? He cometido muchos errores que debo tratar de enmendar. Muchísimos errores.
Libre ya de los últimos rastros de su vieja ira, Felipe dejó escapar un suspiro.
—Paloma, su hija la quiere. Estoy seguro de que le gustaría verla. Creo que ya es hora de que todos empecemos a prestar atención a los deseos de Letizia, para variar. ¿No le parece?
—Claro que sí. Claro que sí.
Tras sacar un pañuelo del bolsillo de su pantalón, Felipe emprendió la tarea de secarle el rostro, servicio que últimamente parecía estar prestándole con mucha frecuencia al sexo femenino. Hasta aquel momento no se había dado cuenta de que aquella mujer usaba maquillaje. Una cantidad muy sutil, por cierto, pero en sus mejillas había rastros evidentes de los polvillos negros usados para dar sombra a los ojos.
—¿Puedo tomarme la libertad de darle un bienintencionado consejo, señora?
—¿Que no vuelva a llorar frente a mi hija?
—Bueno, eso también estaría bien —dijo con media sonrisa— Pero en realidad estaba pensando en un consejo relacionado con su matrimonio. Cuando se marche de aquí, debería ir a casa y hablar seriamente con su marido. Él es tan responsable de esta tragedia como usted, si no lo, es más.
—¡Ay, pero no puedo hacerlo! —Hablaba en un sollozo— Jesús... ¡no lo sabe! Lo de mi tío, quiero decir. Cuando me pidió que me casara con él, omití mencionárselo. Y, después de eso, no logré reunir el valor suficiente para decírselo. —Negó resueltamente con la cabeza— Usted no conoce a Jesús. Si hubiera sospechado siquiera que había un caso de locura en mi familia, se habría divorciado de mí. ¡Y yo no sabría qué hacer si él hiciera tal cosa! ¿Dónde viviría? ¿Cómo me ganaría la vida?
Felipe se puso de pie.
—Paloma, si ese hombre la echa de casa, puede quedarse aquí. Es usted la madre de mi esposa. Yo me encargaría de que tuviera los fondos necesarios para arreglárselas en la vida.
Ella lo miró con incredulidad.
—¿Haría usted algo así?
Felipe soltó una carcajada que casi parecía de asombro.
—Sí, señora, lo haría. Pero le aseguro que no se llegará a eso. A pesar de todos sus defectos, y podría enumerar muchísimos, Jesús la quiere. Dice usted que yo no lo conozco. Creo que sería mejor decir que es usted quien no lo conoce. Y ya es hora de que lo haga. Hable con él. Dígale todo lo que me ha dicho a mí. Creo que se quedará muy sorprendida al oír lo que él tiene que decirle.
—Usted sabe algo que yo ignoro.
—Sólo digamos que, a pesar de haberle tomado antipatía, entiendo su manera de pensar. —Tras decir estas palabras, Felipe la ayudó a levantarse de la silla— Ahora subamos y participemos del momento tan especial que está viviendo Letizia, ¿de acuerdo?
Ella asintió con la cabeza.
—¿No más histrionismo?
—No, se lo aseguro.
A Felipe sólo le quedaba esperar que eso fuese cierto.

Después de que Paloma y la modista se marcharan, la curiosidad indujo a Felipe a llevar a la casa a uno de los gatos del establo. Encontró a su esposa en la cocina con Maddy, que estaba supervisando la preparación de la cena. Letizia estaba preciosa, con su vestido rosa de talle alto y su pelo recogido en la coronilla, desde la que caía cual cascada de cabello sedoso y negro.
Se encontraba sentada en el borde de uno de los bancos que rodeaban la mesa. Tenía un tazón verde de loza del que sacaba pedazos de masa para galletas con una cuchara de mango largo. Al ver a Felipe, se quedó paralizada, con la cuchara suspendida en el aire y los ojos fijos en el gato.
Ante la evidente fascinación que se reflejó en su rostro, Felipe no pudo menos que sonreír. A la chica no sólo le gustaban los animales, los adoraba. Después de haberla visto con los ratones, no podía creer, ni siquiera por un instante, que fuese capaz de hacerle daño a una criatura indefensa, por lo menos deliberadamente.
—Ésta es Mamá Kitty, la reina de los gatos del corral —le dijo Felipe— Si no fuese por ella, tendríamos una invasión de... —Se interrumpió justo a tiempo— saltamontes.
Maddy le lanzó una mirada sesgada y luego negó con la cabeza. Menos mal que Letizia no pareció advertir el repentino cambio de palabras. Estaba mirando fascinada a la gata atigrada y se había olvidado por completo de la masa para galletas. Felipe le hizo un movimiento de cabeza.
—Siéntate a la mesa, Letizia, cariño, y te dejaré tocar a la gata.
No fue necesario que se lo dijera dos veces. Tras dejar el tazón de loza en la encimera con un retumbante pum, que provocó que todos los que estaban en la cocina hicieran una mueca de dolor, se bajó del taburete y corrió a la mesa, donde se entronizó en una silla de respaldo recto. Rascando a Mamá Kitty detrás de una oreja, para tranquilizarla, Felipe cruzó la habitación a grandes zancadas. Letizia alargó sus acogedores brazos para recibir a la gata. Con una sonrisa, él le entregó su carga y se sentó cerca de ella para poder observar su comportamiento con el animal.
Con su pequeño rostro resplandeciente de alegría, Letizia enseguida empezó a acariciar el sedoso pelo de la gata. Mamá Kitty, que no estaba acostumbrada a tales muestras de cariño, arqueó el lomo y restregó su peluda mejilla contra el canesú de Letizia. Luego la gata atigrada empezó a ronronear tan fuerte que Felipe podía oírla. Al sentir sus vibraciones, Letizia acarició con mayor firmeza el cuerpo del animal. Una expresión de asombro se reflejó en sus ojos, y alzó la vista para mirar a Felipe.
—Está ronroneando —le explicó él— Los gatos normalmente lo hacen cuando los acarician.
Una criada pasó afanosamente cerca de ellos con una bandeja de pan sin hornear. Su destino era precisamente el horno.
—Por lo general, también mudan de pelo —comentó la criada— Si encuentra pelos en su sopa esta noche, no me eche la culpa a mí.
Felipe se rio. Luego, volvió a fijar su atención en Letizia. Lo que vio hizo que se le partiera el alma. Estaba abrazando a la gata cerca de su pecho, con una mejilla apretada contra sus costillas y expresión de deslumbramiento en el rostro. Felipe enseguida comprendió que su mujer estaba embelesada con el ronroneo de la gata, sonido que ella podía sentir a pesar de no poder oírlo.
El misterio de Letizia y los gatitos asfixiados había quedado resuelto. Felipe prácticamente pudo ver lo sucedido: una niña pequeña, sorda y completamente embelesada con las vibraciones que sentía al tocar a los gatos, sus manitas y bracitos apretándolos con demasiada fuerza, su curiosidad y euforia haciéndole olvidar que debía tener cuidado. Los gatitos no habían sido asesinados con premeditación y alevosía, sino por causa del cariño desenfrenado de una niña sorda. Ahora que era una mujer adulta y tenía mayor dominio de sí misma, estaba siendo increíblemente delicada con aquella gata. Trataba de no abrazarla con demasiada fuerza ni de acariciarla bruscamente.
Al verla con la gata, Felipe cayó en la cuenta de la facilidad con que aquella chica se dejaba seducir por cualquier sonido que pudiera oír, aunque fuese levemente, o cuyas vibraciones lograse percibir. Y esto le explicó muchas cosas. Su amor por el bosque, donde sentía el viento acariciando su piel. Su gran fascinación por la cascada, donde sin duda podía sentir las vibraciones causadas por el agua al golpear contra las rocas. Letizia y los gatitos. Letizia y el órgano de la iglesia. Desde siempre hubo innumerables indicios de su sordera.
La emoción hizo que se le hiciera un nudo en la garganta. Tragó saliva y apartó la mirada por un momento. ¡Qué curioso! Antes de conocer a Letizia, no había sentido tales ganas de llorar. En realidad, desde que era un niño. Ahora le parecía que tenía que parpadear para intentar contener las lágrimas o tragar saliva para deshacer un nudo en la garganta con demasiada frecuencia. A. Al mirarla... al entender cómo había sido su vida... Felipe pensó que se necesitaría tener un corazón de piedra para no dejarse con mover y, cuando de aquella chica se trataba, era evidente que su corazón no estaba hecho de piedra.
En aquel momento, Felipe logró aceptar con la inteligencia lo que su corazón le había estado diciendo hacía ya más de dos semanas. Estaba enamorado de ella. Increíble y perdidamente enamorado. Letizia le parecía demasiado dulce y preciosa como para poder resistirse. Si esto era libidinoso... si era un pecado imperdonable... bueno, pues entonces él estaba perdido.
En contra de lo que decía el viejo refrán, no estaba completamente seguro de que se iría al infierno con una sonrisa en los labios. Dados los sentimientos que ella suscitaba en él, había muchas posibilidades de que tuviera lágrimas en los ojos cuando llegara el momento del Juicio Final. Su único consuelo era que sin lugar a duda serían lágrimas de alegría, no de dolor.

La Canción De LetiziaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora