XXVIII

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Durante las dos semanas siguientes, a Felipe le pareció increíblemente fácil obedecer las órdenes del doctor y concentrarse en Letizia. En realidad, no tenía otro remedio. Desde el momento en que abría los ojos por la mañana hasta que los cerraba por la noche, ella ocupaba todos sus pensamientos. Pensaba en otras cosas que comprarle. En actividades que ella podría disfrutar. En cómo se le iluminaban los ojos cuando sonreía. Contempló incluso la posibilidad de hacer una jaula para sus detestables ratones. Letizia... Por primera vez en su vida adulta, Felipe tenía a alguien que merecía sus atenciones, alguien que le importaba mucho más que su trabajo. No tardó en darse cuenta de lo muy solitaria y carente de sentido que había sido su vida hasta entonces. Empezó a pasar cada vez menos tiempo en la cantera y en las caballerizas. Después de la comida, se encerraba en su estudio con los libros que el doctor Muir le había conseguido. Durante tres horas, sin falta, estudiaba detenidamente sus páginas, intentando memorizar el alfabeto mímico para aprender a comunicarse a través de la lengua de signos. Luego, pasaba media hora hablándole a su imagen en un espejo de mano, para practicar la lectura de los labios. A las tres en punto, abandonaba estas actividades para pasar el resto de la tarde y de la noche con su esposa.
Al principio, Letizia no parecía muy contenta de tener la suerte de gozar de su presencia; pero, después de unos pocos días, pareció aceptarla e incluso disfrutar de ella. Si Letizia iba al ático, él la seguía hasta allí. Si estaba con Maddy en la planta baja, la sacaba de la casa para ir a dar largos paseos. Por las noches, le insistía para que se sentara con él a la mesa y cenaran juntos. Una vez allí, le hacía servir el té y pasar las fuentes, y también le enseñaba cómo comportarse correctamente en la mesa. Cuando terminaban de cenar, pasaban al estudio, donde él le enseñaba juegos sencillos, como la taba y las damas chinas, que requerían muy poca comunicación verbal.
En aquellos días, la modista fue a tomarle las medidas a Letizia, y Felipe le pidió que le hiciera un variado guardarropa a su esposa. Tras recibir una bonificación considerable, la señora Grimes accedió a contratar a empleadas adicionales para poder entregar al menos tres vestidos en una semana. Felipe apenas podía esperar para ver los ojos de Letizia cuando viera la ropa por primera vez. Aunque había tenido que escoger los estilos teniendo presente que el vientre de su mujer seguiría creciendo, estaba seguro de que ella se pondría muy contenta. No más vestidos mohosos sacados de los baúles cubiertos de polvo del ático. A partir de entonces, ella tendría preciosos vestidos propios.
Pero era una locura... Felipe empezó a preguntarse seriamente si no estaría perdiendo la razón. Se estaba enamorando locamente de una mujer niña que creía que el bebé que estaba creciendo dentro de ella llevaba un gorrito con volantes. La orientación carnal de sus pensamientos era indecente, no le cabía la menor duda; pero cuando miraba a Letizia a los ojos se preguntaba cómo algo que parecía tan bueno y puro podría ser malo.
La suerte quiso que Paloma Ortiz finalmente hiciera acopio de valor para ir a casa de Felipe la misma tarde en que la señora Grimes llevó las primeras prendas de ropa del nuevo vestuario de Letizia. Felipe, que esperaba con impaciencia frente a la puerta de la habitación de los niños, mientras Letizia se probaba los vestidos, oyó a Frederick hablando con alguien en el recibidor y fue al rellano para saber de quién se trataba. Al ver a Paloma, estuvo a punto de ordenarle salir de su casa. Pero la angustia que vio en el rostro de la mujer le impidió hacerlo.
—Señora Ortiz —dijo con frialdad— Me sorprende verla aquí.
Echando la cabeza hacia atrás para poder mirarlo a los ojos, Paloma se retorció las manos. Era evidente que temía que le pidiera que se marchase antes de que ella tuviera la oportunidad de decirle unas palabras.—Sé que usted me desprecia, y quizás con justa razón, señor Álvarez. Pero le ruego que tenga la amabilidad de dejarme ver a mi hija. No me quedaré mucho tiempo. Lo juro. Tampoco haré nada que pueda alterarla. Pero, por favor, déjeme verla.
Felipe cerró los puños sobre el pasamano. Quería decirle a aquella mujer que se marchara. Pero, al final, el dolor que se reflejaba en sus ojos le hizo cambiar de opinión. Quizás el doctor Muir tuviese razón. El rencor hacia los Ortiz, por mucho que se lo mereciesen, sólo lograría empañar el futuro de Letizia. Tenía la plena certeza de que ella quería a sus padres, a pesar de sus innumerables defectos, y que le alegraría mucho verlos. No tenía derecho a negarle eso. Paloma Ortiz era, y siempre sería, la madre de la chica, a pesar de que en muchas ocasiones no había conseguido comportarse como tal.
—En este momento se está probando unos vestidos —dijo Felipe finalmente— Suba. Quizá pueda usted ayudar a escoger los accesorios adecuados. La modista trajo un gran surtido.
Paloma se llevó una mano al cuello y cerró los ojos. Era evidente que la embargaba un sentimiento de alivio. Durante un instante, Felipe pensó que se desharía en lágrimas en el lugar en que se encontraba. Pero finalmente logró recobrar el control. Después de darle su capa a Frederick, se levantó la falda ligeramente y subió las escaleras. Cuando se acercó a Felipe en el rellano, lo miró directamente a los ojos.
—Gracias —le dijo con voz trémula— Sé muy bien que usted preferiría que yo no volviera a ver a mi hija y, si está en lo cierto respecto a su sordera, supongo que con toda la razón.
—Estoy totalmente en lo cierto —replicó Felipe sin poder resistirse— El doctor Muir la ha examinado y está plenamente de acuerdo con mi diagnóstico.
Los ojos de Paloma se llenaron de lágrimas y sus labios empezaron a temblar.
—Sorda —susurró ella— Después de tantos años de pensar que era una tonta, y sólo estaba sorda. Que Dios me perdone.
Fueron estas últimas palabras, dichas con un arrepentimiento desgarrador, las que ablandaron a Felipe. Por motivos totalmente diferentes, en los últimos años él también se había sentido de la misma manera en distintas ocasiones por culpa de Daniel.
—Todos cometemos errores, Paloma —dijo con voz ronca— Algunos más que otros, pero, al final, todos hacemos lo que podemos. Dado que Letizia sólo puede percibir algunas frecuencias de sonido, estoy dispuesto a reconocer que es posible que usted hubiera pensado que ella podía oír. La ignorancia inspiró sus acciones y la llevó a cometer graves errores. Olvidemos lo sucedido y miremos hacia adelante a partir de este momento. ¿Le parece?
Ella asintió con la cabeza con una expresión llorosa en el rostro y se secó las mejillas con dedos trémulos, haciendo un esfuerzo visible por recobrar la compostura. Felipe esperó a que la mujer se calmara un poco, antes de llevarla a la habitación de los niños. La señora Grimes lo llamó cuando lo vio asomarse a la puerta.
—Entre, señor Álvarez, y díganos qué piensa.
Felipe abrió la puerta del todo y entró en la habitación seguido de Paloma. El espectáculo que se ofreció a su vista hizo que se parara en seco. Allí estaba Letizia... pero no la Letizia que él conocía. Maddy y la modista habían combinado sus respectivos talentos para engalanar su vestido con los accesorios adecuados y peinarla con unas delicadas trenzas. La niña despeinada había desaparecido. Una joven preciosa ocupaba su lugar.
Se encontraba en el centro de la habitación, y era una maravillosa visión en azul zafiro. Su vestido tenía un canesú entallado, tal y como Felipe había especificado, con una falda levemente fruncida que caía con elegancia desde debajo de los pechos hasta el suelo. Un encaje de un tono azul oscuro ribeteaba un escote bajo, suficiente como para atraer las miradas hacia la cara, pero no tanto como para distraer la atención de sus rasgos delicados. Los enormes ojos luminosos de la joven se clavaron en los suyos, buscando silenciosamente su aprobación.
—Letizia... —dijo Felipe en voz baja—, estás guapísima.
El rubor se adueñó del rostro de la joven, marcando sus mejillas con dos fuertes manchas de color rojo. Felipe sonrió. Luego, hizo un ademán con la mano para indicarle que girara sobre sus talones y diera una vuelta completa. Cogiendo la falda para abrirla, ella giró sobre la punta de uno de los dedos de sus pies, y al mismo tiempo estiró el cuello para poder ver su reacción. A Felipe le sorprendió y le complació a la vez que a ella le importara tanto lo que él pensaba. Esto le reveló más de lo que Letizia sabía, y sin duda mucho más de lo que ella quería, y concretamente que los sentimientos cada vez más profundos que ella despertaba en él eran correspondidos de alguna manera. Se deleitó más con este descubrimiento que con la transformación que la ropa había operado en ella.
Paloma, que hasta entonces se había quedado en el pasillo, entró finalmente en la habitación. Al ver a su hija, se detuvo repentinamente y se quedó muda de asombro.

La Canción De LetiziaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora