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El despacho era inmenso, sin una sola pared. Todo estaba rodeado por enormes ventanales que iban desde el suelo hasta el techo. Vi una gran mesa al final de la estancia, con un portátil, un par de archivadores, papeleo por todas partes y un teléfono fijo. La silla que había detrás parecía más cómoda que mi propia cama, de hecho siempre pensé en cómo sería echarme una siestecita ahí sentado. Todo estaba iluminado por una lámpara que dibujaba surcos por el techo como si fuera un rayo en mitad de una tormenta, con varios focos que apuntaban en todas direcciones. De normal en los despachos hay cuadros colgados o títulos académicos y universitarios, pero aquí no. Todo el despacho en sí era un cuadro, un cuadro enorme de todo Seattle. Y posarse sobre todos ellos desde la cima de su torre, era el mayor título para William.
Y ahí estaba él, junto a su mesa, frente a una de las ventanas y mirando la ciudad desde arriba, con la espalda erguida y la mano derecha en el bolsillo. Yo no sabía qué debía hacer, si terminar de entrar o quedarme en mitad de la puerta, o romper el silencio y hablarle directamente… Había varias opciones, así que opté por aclararme la garganta.
―Buenos días, señor Winslow ―comencé―. Soy…
―Barry Goldman ―me interrumpió―. Y vienes a la entrevista, lo sé ―se miró entonces el reloj en su muñeca―. Llegas a la hora exacta, eso me gusta.
Me pareció gracioso el hecho de que mencionara mi puntualidad, ya que no era gracias a mí, sino a Vladimir y su destreza al volante. ¿Destreza o temeridad?
William siguió frente a la ventana, con la misma pose exacta que cuando entré y con la mirada impasible sobre la ciudad. Permaneció así como unos cinco o seis segundos, sin que ninguno de los dos dijéramos nada y, entonces, se giró hacia mí.
―Por favor, no te quedes ahí quieto. Acércate.
El aspecto de William Taylor Winslow era exactamente lo que uno podía imaginar, o incluso mejor. Su pelo, negro y ondulado, se encontraba perfectamente peinado hacia detrás; sus ojos, azules, como la más cristalina de las playas, traspasaban paredes con la mirada; su sonrisa de medio lado, pícara y de dientes blancos, te embaucaba como quería, rodeada siempre de una perfecta y bien recortada barba; una mandíbula fuerte y ligeramente cuadrada terminaba de perfilar una cara perfecta. Definitivamente, era “el hombre”. Me acerqué temeroso mientras que él volvía a mirar por la ventana. Cuando llegué a su lado, me miró de reojo y después volvió a posar sus ojos sobre la ciudad.
―Llámame Will, por cierto ―continuó―. Nada de señor ni cosas de esas. Para ti, solo Will. O William, si en alguna ocasión lo vieras necesario.
―Lo que usted diga, Will.
―Tutéame, por favor. Seamos amigos, ¿quieres, Barry?
―Sí, sí ―dije, un poco contrariado. No imaginaba un trato así en una entrevista, y menos con "el hombre"―. Por supuesto.
―Dime una cosa, Barry.
―Le escucho ―mierda, me iba a costar mucho no hablarle de usted.
―¿Qué ves?
―¿Ahora mismo? ―dije, mirando yo también la ciudad―. Pues… no lo sé, la verdad. La pregunta me ha pillado un poco…
―¿Sabes qué veo yo? ―dijo, cortándome de nuevo―. Una oportunidad. Más bien millones de oportunidades. Ahí fuera hay sueños, deseos, miles de ilusiones que cumplir, y que nosotros podemos hacer realidad.
La respuesta no me sorprendió, la verdad. Era de esperar, teniendo en cuenta que su empresa era la mayor prestamista casi a nivel mundial. Gracias a ellos, la gente se había podido comprar ese coche con el que llevaban tiempo soñando. O habían conseguido esa hipoteca con una cuota tan ridícula que parecería de broma. También había oído que habían llegado a solucionar deudas de juego y cosas más turbias. Así que, sí. Se podía decir que William era una especie de Santa Claus, que podía hacer tus sueños realidad con solo chasquear los dedos, o apretarse la nariz.
―Sufrimiento ―dije yo, casi sin pensar. No sabía cómo ni qué me había empujado a responder eso, pero decidí continuar―. La gente, ahí abajo, día tras día carga con el tedio de su trabajo, o lidian con problemas domésticos, o cualquier cosa. Hasta hace solo unos meses, mi mayor angustia era aprobar los finales con nota y sacarme mi título, y ahora me parece tan lejano… Pero, desde aquí arriba, veo las cosas de otro modo. Veo que usted ha ayudado a mucha gente, veo que les ha dado una oportunidad, como ha dicho antes, y me encantaría poder ayudarle a ust… ayudarte a continuar con esa labor.
Creo que ya iba entendiendo un poco por dónde iba esto. La voz, el aspecto, la simple presencia de “el hombre” estaba biológicamente diseñado para causar una sensación de… No sabría bien cómo describirlo, pero te invitaba a confiar en él y a querer contarle todo cuanto él te pidiera.
Se giró hacia mí, y me preguntó, mirándome directamente a los ojos.
―Ahora, dime tú, Barry. Si pudieras tener cualquier cosa. Lo que fuera. ¿Qué pedirías?
Me quedé en blanco. De verdad, no sabía qué responder. ¿Se trataba de algo físico? ¿Algo que pudiera conseguir con una buena suma de dinero? ¿O más bien algo más trascendental? Él estaba buscando esa respuesta que le dijera que yo era el indicado para ese puesto, y quería dársela. Pero, ¿qué respuesta necesitaba escuchar? Porque, puestos a apelar a ese Santa Claus, me encantaría tener un buen coche, o incluso una gran casa, con una mujer que me amara de manera incondicional, con un par de hijos tal vez, y hasta un perro, al que llamaríamos de alguna forma graciosa. Pero si estaba buscando esa respuesta trascendental, tal vez la tenía.
―Solo una ―siguió él―. No hace falta que pienses tanto. Solo lo que más desees en este momento.
―No quiero volver a responder con “no lo sé”, pero supongo que es cierto. A decir verdad, quiero este trabajo, y lo quiero para poder ayudar a mis padres con la economía de la casa. Y, cuando ellos estén bien, me encantaría independizarme y formar yo mi propia familia. 
Me examinó de arriba abajo con esa mirada traspasa muros suya y, después de sonreír de medio lado otra vez, se acercó al teléfono de su mesa y pulsó uno de los varios botones que había.
―Charity.
Una voz joven y femenina se escuchó, algo distorsionada por la línea telefónica.
―¿Sí, señor Winslow?
―Cancela el resto de entrevistas para el puesto. Y, a todos los aspirantes, hazles llegar el equivalente a un mes de sueldo a modo de agradecimiento y un extra más por las molestias.
―¿De cuánto, señor?
―¿Perdón?
―Que de cuánto quiere el extra.
―Ah, pues… ―dudó un momento―. No sé. ¿Tú qué opinas Barry? ¿Mil dólares está bien?
No entendía absolutamente nada. ¿Significaba esto que el puesto era mío? (Joder, Barry, pues claro que sí). Abrí los ojos como platos solo de pensar en que, para mí, mil dólares significaba prácticamente un sueldo medio, mientras que para William parecía calderilla.
―Eh… ―comencé―. Sí, claro, mil dólares más es… perfecto.
―De acuerdo, entonces mil más por las molestias.
Yo estaba aún intentando procesar todo lo que acababa de pasar en tan solo unos segundos.
―Espere un momento ―me apresuré a decir, mientras que él cogía de uno de los cajones de su escritorio una cartera y unas llaves―. ¿Significa esto que estoy…?
―Contratado, eso es ―afirmó, cortándome una vez más, y temía que eso se convertiría en costumbre―. ¿Tienes hambre? ¿Te apetece un café? Yo necesito comer algo.
William Taylor Winslow era, sin duda alguna, nervio puro. Aunque, también es cierto que, eso solo fue al principio. Después, con el paso del tiempo, se fue relajando cada vez más, pero recuerdo a la perfección que los primeros días con él fueron un poco una odisea. Yo soy una persona más bien calmada, y estar al lado de alguien tan efusivo solo hacía que provocarme taquicardias.
Comenzó a avanzar hacia la entrada de su despacho seguido por mí, que aún intentaba asimilar qué estaba pasando, porque no entendía nada.
―Pero, ¿por qué? ―pregunté.
―¿Sabes la cantidad de presuntuosos y arrogantes niñatos de papá que he atendido en los últimos días? No te puedes hacer una idea. Piensa en el número que quieras, te aseguro que es el doble ―hablaba a una velocidad que me estaba costando seguir en algunos momentos. Y, no sé ni cómo, ya estábamos bajando de nuevo al hall en el ascensor―. Tú eres la única persona real a la que he entrevistado hasta ahora. ¿Sabes qué me respondían esos capullos mojigatos? A la pregunta sobre lo que ellos querían me refiero.
Yo me encogí de hombros mientras negaba con la cabeza.
―Estupideces del palo de: “Lo que más deseo es llegar a ser un día como usted, señor” ―dijo, poniendo un tono de mofa en su voz―. O cosas como: “Hacer de esta empresa la más grande”. Menudo idiota, mi empresa ya es la más grande, y no gracias a  lameculos como tú.
Seguí escuchándolo atento, más que nada porque no sabía si tenía que decir algo o no. Y, también, porque me empezaba a dar miedo el qué podría pasar si le interrumpía.
―Verás, el caso es, que tu respuesta ha sido la única sincera, concreta y honesta. Además de honrada, joder que has pensado antes en tus padres que en ti, y eso me gusta. Yo habría sido incapaz, ¿sabes? Mi padre era de esos tipos a los que había que impresionar constantemente, pero hiciese lo que hiciese, para él nunca era suficiente. Llevo mucho sin hablarme con él, pero si viese ahora este edificio, se quejaría del brillo, te lo aseguro. Pero bueno, a lo que iba, no solo ha sido tu respuesta, ¿sabes? Sino lo que te rodea.
―¿Lo que me rodea? ―pregunté intrigado.
―Sí, ya sabes. Tu aura, tu energía, tu alma… Llámalo como quieras. El caso es, que con un simple vistazo… Me he dicho, “Will, es justo lo que necesitas”. Créeme, sé calar a la gente muy rápido, ¿sabes? Y, contigo lo he visto claro, muchacho.
Una vez de nuevo frente a la recepción, me detuve y le hice parar a él, porque necesitaba un pequeño respiro. No podía asimilarlo todo tan deprisa.
―Disculpe ―mierda―. Will ―mejor―, no estoy entendiendo nada.
―Mi querido Barry ―comenzó, poniendo su mano sobre mi hombro. Y, no sabría decir qué fue a ciencia cierta, pero el caso es que, tan solo eso fue capaz de transmitirme calma―. Tú mismo lo has dicho, ¿no? Que querías este trabajo. Bueno, pues ya es tuyo. Enhorabuena. Además, eres el único que lo ha pedido en su entrevista. ¿Sabes que uno de ellos pidió la paz mundial? ¿Te lo puedes creer? Menudo gilipollas.
Continuó andando, mientras que yo volví a seguirle. Cruzamos la puerta giratoria y nos quedamos quietos en el saliente que había sobre esta para cubrirnos de la lluvia.
―Hay una cafetería, justo girando esa esquina ―dijo, señalando al otro lado de la calle―. Y hacen unos bollos que deberían ser ilegales de lo deliciosos que están. Ahora mismo eso y un buen café, me vendrían de miedo. Vamos, te invito yo.
Yo no tenía mucha hambre la verdad, pero beber algo no me vendría nada mal. Café no, desde luego. Ya tenía demasiada cafeína con la compañía de William, era una persona de lo más enérgica e intensa.
Cruzamos la calle, corriendo para no mojarnos mucho, pero lo cierto es que acabamos empapados. Llegamos al final al otro lado de la calle, nos cubrimos pegados a los edificios, aunque no sirvió de mucho, y continuamos hasta girar la esquina. Seguimos pegados a las paredes de los diversos locales que componían la calle hasta que finalmente llegamos a la cafetería. La verdad es que llevaba oliéndola desde que habíamos girado la esquina, y era un olor increíble. ¿Sabes el típico olor que desprende una panadería recién abierta? Sí, ese olor que es una mezcla entre mantequilla, azúcar y… qué se yo, supongo que ya lo entiendes. Pues ahora, magnifícalo un poco y lo tienes. Me cautivó por completo, mucho más que aquella que había olido desde el Bentley, mientras que Vlad y yo jugábamos a las miraditas.
Cruzamos la entrada y una campanita sonó tras nosotros. Una dependienta joven, de unos veintiséis años, se giró hacia nosotros y puso los ojos como platos al ver que le estábamos empapando la entrada. El establecimiento era pequeño, pero muy acogedor, estaba bien caldeado y proporcionaba una extraña sensación de confort, como algo familiar. La dependienta se acercó a nosotros, bastante preocupada. Era alta, delgada, algo pálida, con el cabello largo y oscuro y unos ojos verdes clavados en el charco que estábamos formando en la entrada.
―Cielo santo, ¿os puedo ayudar en algo? ―comenzó―. Si queréis puedo traeros unas toallas o algo para calentaros.
―No te preocupes ―respondió Will, casi en un susurro―. Lo único que necesitamos ahora mismo es una cosa.
La miró fijamente y le acarició la base de la barbilla, y con ese simple roce, la expresión de la chica cambió por completo.
―¿Cómo te llamas? ―preguntó él, con la vista clavada en sus ojos. 
―Danielle ―contestó ella.
―Escúchame, Danny. ¿Te puedo llamar así? ―ella asintió―. Solo quiero que nos traigas a mí y a mi compañero un par de bebidas calientes. Para mí un café y para él…
Me miró entonces, esperando a que yo respondiera.
―Ah… una infusión estará bien. De lo que sea, no importa.
―Eso ―continuó Will, volviendo a mirarla―. Y un par de bollitos de esos que hacéis tan deliciosos.
Ella le mantuvo la mirada, como si estuviera embobada. Parecía un marinero embrujado por una sirena.
―¿Los queréis rellenos de algo en especial?
―Sorpréndenos ―contestó él.
Ella se marchó hacia la barra y entró en la cocina, que se encontraba tras esta, en un lateral. Nosotros nos sentamos en la mesa que había nada más entrar, a mano derecha. Era de madera, bastante oscura y rígida. Hacía tiempo que no iba a una cafetería en la que las mesas no bailaban. Los asientos eran dos sillones, bastante cómodos y mullidos, de un color similar a la mesa, con un toque antiguo que le daba al local ese aire acogedor. Todo estaba bastante limpio, y eso ayudaba a que todo el olor que te envolvía nada más entrar, fuese aún más agradable. En la mesa había un servilletero con el nombre del restaurante en francés grabado en una esquina. “Café Rou…”
―Aquí tenéis ―dijo Danielle antes de que pudiera acabar de leer. Nos puso nuestras respectivas tazas delante―. Una infusión para ti, y un café para ti. Enseguida os traigo los bollos. Os los estoy calentando un poquito.
―Maravilloso ―respondió él, lanzándole una sonrisa que la hizo sonrojarse.
Ella se marchó y William volvió a mirarme a mí.
―Bueno, chico, ¿qué te parece mi pequeño rincón secreto?
―Es muy bonito, la verdad.
―Aquí suelo venir cuando necesito desconectar. Es la primera vez que vengo a tratar algo relacionado con el trabajo ―se quedó pensativo un momento―. Bueno, en realidad la segunda. Conozco al dueño desde hace no mucho. Más concretamente, desde que vino hace tres años a mí pidiendo dinero para poder mantener abierto este sitio. Fue uno de mis primeros clientes, y la verdad de los mejores. Jamás se retrasó, ni un solo pago. A día de hoy, lo considero un buen amigo.
Danielle apareció con los bollitos, rellenos y humeantes y los dejó sobre la mesa. Will se lo agradeció volviendo a sonreírle y ella se marchó de nuevo tras la barra. Cogió una fregona y se puso a secar el suelo mientras seguía observándonos con atención. Bueno, observándonos… Sin quitarle el ojo de encima a Will.
Y así fue como conocí a William Taylor Winslow, en una cafetería de barrio, empapado y bajo la atenta mirada de una camarera.
Así fue como conocí al hombre que destruiría mi vida.

Deja que el mundo ardaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora