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De vuelta en casa de Charity, me sentía feliz, ligero como una pluma. Colter estaba vivo, estaba a salvo. Iba a ponerse bien e íbamos a ser una familia de nuevo. Mis padres podrían volver a estar orgullosos de él, yo volvería a estar orgulloso de él. Iba a cambiar, estaba seguro. Aunque todavía no iba a decírselo a mis padres, creí que eso era algo que le correspondía a él. De modo que volvía a casa de mi novia, con la intención de pasar un fin de semana increíble con mis nuevos dos amores.

De camino, pensé en que podría parar a comprar algo de comer, pero en plan capricho. Algún tipo de dulce o cualquier cosa con la que a Ellie se le saldrían los ojos de la emoción antes de que su hermana mayor me echara una reprimenda con la mirada. Aparqué junto a una pastelería que vi de pasada. Lo primero que me invadió, nada más escuché la campanita de la puerta al entrar, fue el olor a bollos recién hechos, que me hizo cerrar los ojos e inhalar bien profundo. Una dependienta, no mucho más mayor que yo, me recibió con una sonrisa y, tras preguntarme si quería alguna cosa, me quedé mirando todo su escaparate, a ver qué era lo que no quería.

Había de todo: Berlinas rellenas, croissants de mantequilla, roscos de infinidad de tipos y sabores, cupcakes y otros pequeños pasteles. Había tartas, pancakes y crepes, además de otro gran surtido de salados. Pero no, a mí me apetecía dulce, y estaba seguro que a ellas también. Seguí paseando mi vista por el resto del mostrador hasta que mis ojos se detuvieron en algo que realmente me apetecía.

―Sí, por favor, póngame tres New York Rolls con pistacho, por favor.

La chica asintió sonriente y los cogió con cuidado utilizando unas pinzas y los metió en una bolsa de papel. Yo, mientras tanto, estaba sacando la cartera para pagarle cuando el sonido de la campanilla de la puerta tintineando al abrir llamó mi atención, pero no hizo que me girara.

―¿Barry? ―eso sí provocó que me diese la vuelta.

―Miranda ―la saludé sorprendido.

―Te fuiste de la fiesta sin avisar ―me dijo, sonando algo decepcionada.

―Lo sé, y te pido disculpas. A Will le surgió un imprevisto de última hora y quería ayudarle.

―Ya, bueno... Conozco a William y sé que puede ser muy persuasivo cuando quiere.

Aquello sonó más extraño de lo que ella pretendía, estoy seguro. Apostaría a que en su cabeza había sonado bien y todo.

―¿Qué haces aquí? ―se interesó, cambiando de tema―. ¿Vives cerca?

―Ah, no. Solo estoy... ―le enseñé la bolsa de papel que envolvía los dulces―. Satisfaciendo un pequeño capricho. Nada más. ¿Qué haces tú?

―Pues, me temo que lo mismo ―se acercó a la dependienta entonces―. Judith, cielo, ¿me preparas lo de siempre?

La joven asintió y sacó del mostrador un cupcake de color frambuesa con unas virutas de colores que lo adornaban. Se lo envolvió en una servilleta por la base y se lo entregó. Miranda pagó y volvió junto a mí.

―Vivo justo arriba, en el ático, que además es donde tengo mi estudio. Estaba pintando algo y me ha entrado hambre. Y no hay nada mejor para la inspiración que comer algo de esta tienda.

―Supongo que lo comprobaré en un rato ―levantando de nuevo la bolsa.

Ella sonrió y me miró, como queriendo decirme algo.

―¿Te apetece subir un momento y te enseño lo que estaba pintando?

Yo me miré el reloj, dubitativo.

―Pues... Supongo que tengo un rato. Claro.

Salimos de allí, y giramos a la izquierda. Miranda sacó unas llaves de su bolsillo e introdujo una en la puerta que había justo al lado de la pastelería. Nos metimos en el ascensor y subimos al ático. Al salir ella fue directa a su puerta, cupcake en mano y sosteniendo todavía las llaves.

Deja que el mundo ardaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora