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Aquella noche, estando ya en casa, a penas intercambié una palabra con mis padres. Quitando lo básico, me pasé un buen rato bajo la ducha y ya después me fui a la cama, a pensar. Creí que caería rendido en cuanto pisara el colchón, pero lo cierto es que no podía conciliar el sueño. Mis padres me habían dejado cena guardada, pero no me entraba nada en el cuerpo. Tenía la cabeza en mil cosas, casi pensé que comenzaría a echar humo. Paseaba de un lado a otro de la habitación, intentando no mirar por la ventana, desde la cual se veía el edificio a la perfección. Como en más de una ocasión se me fue el ojo, acabé corriendo las cortinas y alejándome. Me senté en la cama y cogí el móvil, intentando distraer la mente en lo que veía si me entraba sueño, pero fue inútil. Acabé dejándolo con algo de brusquedad sobre mi mesita, haciéndome para atrás en la cama y tapándome los ojos con las manos. Elvis, que no se había movido de mi lado desde que llegué, subió a la cama conmigo. Todo era una maldita locura. En tan solo dos días con William, mi vida había cambiado por completo. Mi percepción del espacio y el tiempo se habían alterado, me había visto involucrado en un par de altercados y había sido casi testigo del asesinato de tres hombres. Dos días nada más. Yo acepté un trabajo de aprendiz, no de mafioso. Se suponía que ya tenía que estar hasta arriba de papeles, y en su lugar estaba hasta arriba de preguntas. ¿Quién era realmente Will? ¿De dónde venía? ¿Cómo era capaz de hacer lo que hacía? Y mil cosas más que dudaba fuesen a recibir respuesta, al menos pronto.

Te podrá parecer algo estúpido o ingenuo, pero creía que empezaba a conocer bien a Will, pero ahora... Volvíamos a la casilla de salida en la que yo estaba aterrado y él, bueno, ni lo sabía ni me importaba cómo pudiera sentirse. Dudaba siquiera de si podía sentir algo. Me había demostrado la facilidad que tenía para mentir como un auténtico trastornado mental sin ningún tipo de remordimiento. Lo hacía tan fácil, que hasta parecía real. Era de ese tipo de personas que te decían que se habían comido un cactus a bocados y te lo creías. Sinceramente, pensaba a menudo en cuantas de sus mentiras se llegaba a creer él mismo.

Ya era todo un hecho, que además me repetí a mí mismo en varias ocasiones porque me costaba creerlo. Mi jefe era un asesino, un manipulador psicopático, con una pasión insana hacia la tortura. Pero, aún con esas, seguía dudando de si dejar el puesto o no, a pesar de que la decisión era evidente.

Mi padre abrió entonces la puerta de mi habitación, viendo lo tarde que era y que yo aún no había querido salir.

―¿Va todo bien, Barry? ―me preguntó, quedándose en la entrada.

―No, papá ―le respondí mientras permanecía tumbado en la cama y mirando al techo―. Nada va bien.

―Cuéntame ―me dijo, acercándose y sentándose junto a mí―, a ver si puedo ayudar.

Yo me incorporé y me senté pegando la espalda al cabecero de la cama.

―¿Alguna vez has tenido la sensación de estar haciendo algo mal y aún así no saber si lo correcto es parar?

Mi padre respiró hondo y miró hacia un lado, como dubitativo.

―No sé, hijo. Como no seas un poco más específico...

―Creo que Will no es una buena persona ―le dije, directamente.

―¿Y por qué crees eso?

―Bueno, no es que lo crea. Más bien lo sé, pero no puedo decir nada por una estupidez de contrato de confidencialidad.

―Ya veo.

Mi padre agachó la cabeza hacia el suelo, como queriendo recordar algo y después volvió a mirarme.

―Dime, ¿recuerdas cuando yo trabajaba en el aserradero? ―yo asentí―. Había un joven, Antoine Cranston, un pobre negro de los bajos fondos. Al aserradero le hacía falta personal, pero no podían permitirse más contrataciones; y a él le hacía falta algo de dinero, lo mínimo para poder comer. Nunca le hicieron contrato, y todos aprendimos que eso puede ser muy peligroso.

Deja que el mundo ardaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora