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Mi padre entró al rato y me encontró acostado en la cama, con el móvil y acariciando a Elvis.

―Siempre he odiado que subas al perro a tu cama, ¿lo sabes?

―Sí, ya lo sé...

―Venga, cuéntame ―dijo, sentándose junto a mí en la cama. Yo bloqueé el móvil y lo dejé caer a mi lado―. ¿Qué es lo que tanto te preocupa?

―Papá, tengo veintidós años. No estoy preparado ni de lejos para dirigir una empresa como Winslow Express.

―Bueno, con esa mentalidad seguro que no ―me dijo, y su tono logró llamarme la atención―. Pero, ¿sería algo inmediato?

―No lo sé. En un principio no. El señor Winslow dice que tal vez en unos años, y que, hasta entonces, solo seré su mano derecha.

―Entonces, ¿dónde está el problema? Tienes tiempo para aprender de él mismo y, para cuando tengas que sustituirle, tal vez pases los treinta.

Me incorporé en la cama y bajé a Elvis al suelo.

―Supongo que podría ser...

―Barry, eres un Goldman, y los Goldman no tememos a la adversidad, la adoptamos como nuestra. Tu abuelo llegó a Seattle con tu misma edad, con tu abuela y tu tío Henry, a los que tenía que mantener y tan solo cincuenta dólares en su bolsillo. Y, a pesar de la adversidad, a tu tío y a mí nunca nos ha faltado de nada. Por eso te pusimos a ti su nombre, porque sabíamos que serías un luchador como él.

―Y, ¿por qué no se lo pusisteis a Colter?

―Gracias a Dios que no lo hicimos ―dijo resoplando―. No soportaría que él manchara de esa forma el buen nombre de tu abuelo. Ya me duele que manche el apellido Goldman.

Se levantó de la cama y fue hacia la ventana, miró por ella unos segundos y después se volvió a mí.

―Mira, no sé si tu hermano está en vivo o no, formando una familia o tirado debajo de un puente con una jeringa clavada al brazo. Pero tú estás aquí, Barry, y eres más que capaz de llevar esa empresa adelante. Se te está dando una oportunidad increíble, no quiero que la eches a perder. No quiero que eches a perder tu vida como decidió hacer tu hermano en su momento.

Hacía años que no sabía nada de mi hermano mayor. Éramos uña y carne y, de repente... Es como si se hubiera volatilizado. No quería decepcionar a mis padres como él lo hizo. Recuerdo que mi madre lloró durante días, hasta quedarse sin fuerzas para continuar haciéndolo. Mi padre, por otro lado... Bueno, él lleva los problemas a su manera, y nunca mostró señas de debilidad respecto a ese tema, al menos, no delante de nosotros. Yo, sin embargo, lo llevé peor. No entendía qué pasaba, o por qué. Solo tenía diez años cuando todo pasó, era muy pequeño como para entenderlo. Pero lo recuerdo todo, absolutamente. Recuerdo la sensación de la primera noche, solo en nuestra habitación. Estaba tumbado en mi cama, con la vista clavada en la suya, vacía, esperando durante toda la noche a que abriese la puerta y se tumbara en ella a dormir. Y, en cierto modo, doce años después aún sigo esperándolo. Aunque su cama ya no está, al igual que él. No recibimos una sola noticia suya en todo ese tiempo. Mi madre mantuvo siempre la esperanza y mi padre no lo sé, pero yo hacía mucho que le daba por muerto. Aunque, había momentos, en los que una pequeña llama de esperanza se encendía. Pocos, pero los había.

No quería decepcionar a nadie, y mi padre tenía razón en cierto modo. Mi abuelo Barry Charles Goldman no era ningún cobarde, y yo tampoco quería serlo. Además, también era cierto (o al menos eso creíamos todos) que de que yo me pusiera frente a la dirección de Winslow Express pasarían bastantes años.

Agradecí la conversación con mi padre, me hacía falta. Además, si él confiaba en que yo podía hacerlo, era porque de verdad podía hacerlo. Y Will me enseñaría bien, estaba seguro. Hoy por hoy no tenía de qué preocuparme más que de lo que ya suponía: aprender de él, hacer todo lo que me pidiera y demás... No podía desperdiciar una oportunidad como esa. Le había pasado por encima a todos esos capullos engreídos de Princeton, y lo creía imposible. Estaba decidido.

Deja que el mundo ardaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora