EPÍLOGO

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20 años después

Me quedo mirando hacia las lápidas un poco más. Había venido solo a cambiar las flores y a limpiarlas un poco, pero siempre acabo quedándome más tiempo. Antes no lo hacía tan a menudo, porque la señora Tucker venía todos los fines de semana a darles unos mínimos cuidados. Pero, lamentablemente falleció hará unos cinco o seis años y, desde entonces, yo vengo al menos dos o tres veces por semana.

La lluvia cae sobre mi paraguas negro, provocando un leve sonido que me envuelve y me abstrae de todo cuanto me rodea. No hay nadie más a mi alrededor. Solo estamos mis padres, la familia Banks y yo. Me agacho frente a la lápida de Ellie y le pongo la mano encima, mientras que mi corazón se llena de tristeza. Me habría encantado ver cómo sería ella ahora mismo. Seguro que tanto su hermana como yo estaríamos muy orgullosos. ¿Qué habría querido estudiar? ¿Tendría problemas amorosos? ¿Habría tonteado con el alcohol o no nos habría dado ningún quebradero de cabeza? Supongo que jamás lo sabré. La echo muchísimo de menos, y a día de hoy, sigo pensando que Colter no recibió del todo su merecido. Pero eso ya no tiene arreglo. Le doy un beso a su lápida, me pongo en pie y salgo del cementerio sin mirar atrás. La lluvia comienza a intensificarse antes de que pueda entrar en mi coche, de modo qué, cuando abro la puerta y me meto, no logro evitar mojarme un poco, aún sin haber plegado el paraguas. Lo dejo a mi lado, chorreando y poniéndolo todo perdido, arranco el motor y me pongo rumbo a mi siguiente parada.

Hago lo mismo todos los fines de semana desde hace veinte años, en cuanto termino mi visita familiar rutinaria. Todos los viernes, sobre el medio día, me pongo un poco de música y salgo en dirección al mismo sitio. Casi tres horas de viaje después, consigo llegar. Es una paliza de viaje, pero siempre merece la pena. Aparco en la calle de enfrente al edificio donde trabaja. La veo sentada en la recepción, hablando con sus compañeras y riendo a falta de pocos minutos para que terminen de trabajar. Salen juntas del edificio y todas se van en una dirección menos ella, que se pone su abrigo y se frota los brazos mientras que espera a alguien, buscándolo hacia los lados. Sigue exactamente igual, o quizá hasta esté más guapa incluso. Es como si todos estos años no hubiesen pasado para ella. Salgo del coche y me acerco hacia donde está, decidido a hablarle. Todos los fines de semana lo hago y siempre termino por acobardarme en el último momento, pero hoy será diferente. Quiero creer que será diferente. A falta de pocos metros ella mira en mi dirección, sonríe efusivamente y levanta un brazo para saludar en lo que avanza hacia donde estoy yo. Me entra el miedo y me quedo quieto, haciendo que un hombre, que mide lo menos dos metros, me pase por el lado, corriendo hacia ella y levantándola en peso. Se dan un fuerte abrazo y un beso apasionado. Cuando se separan, veo que a ella le brilla la mirada, de la misma manera que le pasaba cuando me miraba a mí. Mientras tanto, yo me quedo estático en el mismo sitio. No me acostumbro a verla con él, y jamás me acostumbraré. Sigue doliendo igual que el primer día. A pesar de que mi apariencia es totalmente fría desde fuera, por dentro estoy roto. Me quedo observándolos como un puto perturbado durante unos minutos hasta que ella le pide volver a casa. Ya empieza a anochecer y en nada hará más frío, es posible que hasta nieve esta noche. Por un segundo, mientras que se encaminan a su casa, ella mira hacia atrás sin razón alguna, cruzando su mirada con la mía. Me mira fijamente, como extrañada, y yo aparto la vista hacia un kiosco que tengo justo al lado, mientras que finjo ojear revistas y periódicos. La miro de reojo y veo que viene hacia mí, de modo que me doy media vuelta y me voy en dirección contraria.

―Disculpe ―dice detrás de mí, aunque yo sigo alejándome―. ¡Disculpe!

Llega hasta mí, deteniéndome al cogerme del brazo. Yo me giro y la miro a los ojos, sintiendo como una daga ardiente atraviesa mi corazón.

―¿Si? ―le digo, intentando sonar serio.

―Siento molestar pero... Su cara me suena muchísimo. No sé por qué. Nunca detengo a nadie en la calle porque me suene su cara, pero con usted he sentido esa necesidad.

Deja que el mundo ardaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora