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[Octubre de 1992]

Charlie sentía, desde el momento en el que llegó a 1992 que tenía un reloj de arena sobre sus hombros y cada minúsculo grano que caía le pesaba más, recordándole que el tiempo se acababa.

Cuando Eddie, ella o el destino decidieron que el accidente nunca sucedería, sintió que el reloj se detuvo. Los granos de arena se habían asentado en el fondo y la bomba de tiempo no había estallado, pero entonces llegó el destino, dispuesto a cobrar venganza contra quienes osaban ir en su contra y con martillo partió el vidrio de aquel reloj.

La arena se comenzó a desbordar por todas partes y Charlie ya no supo cómo detenerlo.

El tiempo se le había salido de las manos.

Estaba roto.

Estaba irremediablemente fuera de control.

Los días transcurrieron muy rápido y también las visitas al hospital.

Los días plenos y el peso adecuado para el cuerpo de Eddie quedaron atrás. La ropa comenzó a quedarle holgada casi a la misma vez que comenzaron aquel tratamiento que prometían que sería lo mejor para él.

Después de unos días, la familia de Charlie consideró que lo mejor sería que Eddie se quedara en casa con ellos. Volver a su habitación en el motel después de estar en el hospital, agobiado por el cansancio y las náuseas, no eran la mejor opción cuando estaba solo. Debía tener a alguien a su cuidado. Así que, entre todos, lograron adecuarle el cuarto de huéspedes que estaba en el primer piso, junto al de la abuela de Charlie.

Eddie se había metido a la ducha para después ir a su sesión al hospital y Charlie comenzó a ordenar la habitación un poco.

Jamás se había puesto a pensar en todas las cosas que podían hacerle más difícil la respiración al chico, hasta que lo vio quedarse sin aire por aspirar un poco de polvo. Así que era meramente pulcra con la limpieza de su recámara. Colocó sábanas limpias en la cama y tomó las anteriores para ir a echarlas a la lavadora.

Iba y venía de un lado a otro por el pasillo ante los ojos de su abuela que estaba en su recámara con la puerta abierta.

—Charlie —la llamó.

La chica se detuvo al pasar por la puerta, con un bote de detergente en la mano.

—¿Sí? — respondió.

—¿Qué haces? —inquirió tranquila.

—Estoy echando a lavar el juego de cama de Eddie. No quiero que el polvo y la suciedad empeoren su tos.

—Las lavaste ayer.

—Nunca es suficiente —se encogió de hombros y trató de seguir su camino.

—Charlie... —la detuvo de nuevo— ven acá —señaló su cama.

La chica suspiró y miró en dirección donde el ruido del chorro del agua le indicaba que Eddie aún seguía en la ducha.

—No tengo mucho tiempo, abuela —renegó al entrar a la habitación.

—Siempre estás en una pelea con el reloj —volvió a palmear la cama para que se sentara. La chica obedeció a regañadientes—. Siempre hay tiempo para las cosas que importan, Charlie —acarició su mejilla.

—No podrías entenderlo —negó con la cabeza.

—Subestimas mucho la sabiduría de los viejos —sonrió—. Sé por lo que estás pasando. Te comprendo más de lo que piensas —pasó su arrugada mano por el cabello de su nieta.

El tiempo que nos queda ﹝+18﹞Donde viven las historias. Descúbrelo ahora