Cap.2

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El invierno arremetía sin piedad, mientras que los cultivos que con tanto esfuerzo habíamos sembrado comenzaban a menguar bajo su yugo implacable. El suministro de alimentos menguaba a pasos agigantados y el hambre acechaba cada rincón de nuestro hogar.

En medio de esta desoladora situación, mi abuela enfermó, postrada en cama y sin fuerzas para levantarse. La tarea habitual de viajar al pueblo más cercano en busca de provisiones había recaído sobre sus frágiles hombros cada invierno, pero esta vez la enfermedad le arrebató esa posibilidad.

Por primera vez en mi vida, me vi investida con la responsabilidad de asegurar nuestra subsistencia. La carga de cuidar de mi abuela y proveer para ambas se posaba sobre mis hombros, y aunque el desafío era abrumador, no podía permitirme flaquear.

Con el alba asomando tímidamente, me preparé para iniciar mi travesía. Mi ropa estaba impecable y mi cabello peinado con esmero, casi perfecto, tal como mi abuela me había enseñado. Ella siempre ha sido muy estricta con la apariencia y la presentación; "la perfección es una virtud", solía decirme. Estos hábitos, inculcados con firmeza a lo largo de los años, se habían convertido en parte de mí.

Mi bicicleta, siempre lista para la aventura, me aguardaba en la entrada de nuestra morada. El aire fresco de la mañana me envolvía mientras ajustaba la mochila sobre mis hombros. Sentía una mezcla de emoción y responsabilidad; era hora de dirigirme al pueblo más cercano al sur de Shade en busca de provisiones. Este viaje era una oportunidad para demostrar que podía manejarme sola, y la rigurosa disciplina de mi abuela, aunque a veces agotadora, me había preparado bien para estos momentos.

Aunque ella nunca había permitido que me aventurara sola hasta allí, guardaba cada palabra de sus relatos sobre las calles empedradas, las tiendas pintorescas y las personas que poblaban aquel lugar. Cada detalle cobraba vida en mi mente, creando un mapa imaginario que me guiaba hacia mi destino mientras las nubes grises adornaban el paisaje invernal.

Llegué al pueblo, cuya apariencia no era especialmente imponente, con escasos habitantes y una atmósfera serena que parecía detenida en el tiempo. Aseguré mi bicicleta a un poste y me aventuré a explorar el lugar a paso lento, deseando absorber cada detalle de mi entorno.

Cumplí con las tareas encargadas por mi abuela, visitando cada tienda en busca de los alimentos necesarios. Cuando casi había terminado mi deber, el sonido de un piano resonó en el aire, atrayendo mi atención con su melodía cautivadora. Curiosa, seguí el sonido hasta una iglesia de aspecto antiguo, las paredes de ladrillos y adornadas con llamativos colores.

Caminé por el frío pasillo de la iglesia y al final de este, lo vi: un ser etéreo envuelto en la magia de la música. Sus manos, ágiles y poderosas, acariciaban las teclas del piano con una destreza que rozaba lo divino. Cada nota parecía fluir de su ser, como si fuera un canal entre el mundo terrenal y el celestial.

Su presencia era magnética, atrayendo mi atención con una fuerza irresistible. Su cabello, oscuro como la noche, caía en ondas salvajes sobre su frente, enmarcando unos ojos tan profundos y oscuros como el abismo. En la penumbra de la iglesia, parecía irradiar una luz propia, un aura que lo envolvía en un halo de misterio y encanto.

Sus rasgos eran tallados con la perfección de un escultor divino: la mandíbula angulosa, los labios entreabiertos en concentración, la mirada intensa que parecía traspasar el alma. Era como si el mismísimo Dios de la música hubiera descendido a la tierra para deleitarnos con su arte, y yo me encontraba atrapada en su hechizo, incapaz de apartar la mirada.

El ruido que provocó mi torpeza al sostener mal una bolsa de frutas, provocando que su fondo cediera y su contenido se derramara por el suelo, fue ensordecedor. En ese preciso instante, la melodía celestial que emanaba del piano se detuvo abruptamente, y su ejecutante desvió la mirada hacia mí.

El encuentro de nuestras miradas fue como una colisión de planetas, y me vi atrapada en la intensidad de sus ojos oscuros. La vergüenza se apoderó de mí mientras mis mejillas ardían con la intensidad del fuego.

Rápidamente, me agaché para recoger lo que había caído al suelo, mis manos temblorosas intentando recoger los restos de mi desliz. Con un nudo en la garganta y el corazón latiendo a mil por hora, abandoné el lugar tan rápido como pude, deseando desaparecer de la escena lo antes posible.

Al volver por mi bicicleta para regresar a casa, un suave maullido llamó mi atención. Cerca, un cesto de basura volcado revelaba a un pequeño gato buscando comida. Intenté llamarlo, pero estaba atemorizado y parecía muy frágil. La idea de que pasara otro día en ese frío podía matarlo. Busqué algo para ofrecerle y, aunque inicialmente le tendí un pedazo de pan, no se acercó. Finalmente, le ofrecí un trozo de jamón, y entonces se dejó ver. Se acercó tímidamente y comenzó a comer.

No pude abandonarlo allí. Lo metí dentro de mi campera, dejando su naricita asomar, y lo envolví en mi calor. Así, con el pequeño gato resguardado, me dirigí a casa, sintiendo que había hecho lo correcto al ofrecerle un refugio.

Aquella noche, mientras las estrellas tejían sus destellos en el cielo oscuro, mi mente estaba llena de pensamientos turbios y emociones encontradas. El recuerdo del joven del piano se aferraba a mi mente como una melodía persistente, susurros de misterio y encanto que se entrelazaron en mi corazón.

Quería desentrañar los secretos que ocultaba entre las notas melancólicas de su música, anhelaba conocer su nombre, su historia, todo lo que lo hacía ser quien era. En mi imaginación, mil escenarios se desplegaban, cada uno más intrigante que el anterior, donde nos volveríamos a encontrar y donde el velo de lo desconocido se levantaría para revelar la verdad.

Creé excusas absurdas en mi mente, planes descabellados para regresar a aquel lugar sagrado donde las melodías del piano danzaban en el aire. Mi corazón latía al ritmo de las teclas que él acariciaba con tal delicadeza, como si cada nota fuera un susurro del universo revelando sus secretos más profundos.

Su mirada, oscura como la noche misma, se había grabado en lo más profundo de mi ser, una marca imborrable que titilaba en la oscuridad de mis pensamientos. Su rostro, tallado por los dioses, y la gracia con la que sus manos danzaban sobre las teclas, creaban una sinfonía de belleza que me dejaba sin aliento.

Así, envuelta en el hechizo de su presencia, me encontré perdida en un laberinto de emociones, deseando con toda mi alma descubrir el enigma que era él y desenterrar los secretos que yacían bajo su superficie.

El ronroneo de mi nuevo compañero me distrajo, y sus patitas frías buscaban un lugar donde escabullirse. Intenté darle agua y alimento, pero no aceptaba nada. Volví a ofrecerle jamón, y lo devoró como si fuera su plato favorito. Debido a su particular paladar y a mis escasas ideas de cómo nombrarlo, decidí que se llamaría Jamón.

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