Cap.27

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Hace un mes desde la última vez que vi a Hero. Las heridas abiertas en mi piel y en mi corazón aún supuran, como si todo hubiese ocurrido ayer, sangrando con cada recuerdo, con cada segundo en que lucho contra la tentación de pensar en él. Me convencí de que nada entre nosotros podría funcionar, que desde el principio estábamos destinados al fracaso, y que ningún esfuerzo, por mucho que lo intentara, cambiaría ese destino.

La culpa me consume, la culpa de no haber estado para Marco en su momento más oscuro, de haberlo dejado enfrentar solo el dolor devastador de la pérdida. Él siempre estuvo a mi lado cuando la muerte tocó a mi puerta, cuando el vacío dejó su marca en mi vida una vez más. Y yo, en mi propio abismo, ni siquiera lo llamé. Si fuera él, me odiaría. No tendría razones para responder a mis mensajes, para perdonarme.

Después de decirle a Hero que no quería volver a verlo, apagué el móvil. No lo he vuelto a encender desde entonces. Un mes ha pasado desde que me refugié en la casa de mi abuela, donde el silencio es mi única compañía. Solo Evelyn sabe dónde estoy, y confío en que guardará mi secreto mientras intento recomponer los pedazos de mi corazón roto.

La casa se siente vacía, impregnada de la ausencia de mi abuela. El silencio pesa como una losa, aplastando mi espíritu, y las lágrimas fluyen sin tregua cada vez que pienso en ella, en todo lo que he perdido, y en la soledad abrumadora que me envuelve.

El cielo se ha mantenido gris desde entonces, como si reflejara el peso de mi propia tristeza. El invierno, implacable, comenzaba a hacerse sentir en cada brisa fría que rozaba mi piel, y en la lluvia constante que caía, como lágrimas del cielo, intensificando la sensación de que el mundo entero compartía mi dolor. Cada gota que golpeaba el suelo parecía susurrar mi angustia, manteniéndome acorralada entre las paredes de mi hogar, como si el invierno mismo conspirara para que no escapara de la cárcel que mi corazón se había vuelto.

El suave ronroneo de Jamón me sacó de mis pensamientos, sus caricias recordándome que, a pesar de todo, no estaba tan sola como creía. Lo levanté en mis brazos, acercándolo a mi pecho, sintiendo su calor reconfortante mientras lo acariciaba, antes de volver a dejarlo en el suelo. La lluvia había cesado, y tras devorar tantos libros como me había sido posible durante mi tiempo en soledad, sentí la necesidad de caminar, de respirar aire fresco, de escapar del encierro autoimpuesto al que me había sometido, como si mereciera castigarme. La culpa, que me había mantenido prisionera, comenzaba a perder su fuerza, y algo en mí anhelaba una liberación, aunque solo fuera momentánea.

Caminé sin descanso, permitiendo que el viento jugueteara con mi cabello mientras el cielo, en un gesto de misericordia, comenzaba a despejarse. Los primeros rayos de luz se filtraban tímidamente entre las nubes, como si dudaran en perturbar la quietud, pero cuando finalmente tocaron mi piel, lo hicieron con una calidez que sentí como un bálsamo, una caricia delicada que empezaba a suavizar las grietas en mi corazón.

Mis ojos, hambrientos de belleza, se maravillaban con la vista que se desplegaba ante mí, como si fuera la primera vez que apreciaba el paisaje. Me sentía viva de nuevo, con un deseo renovado de absorber cada detalle del mundo que me rodeaba. Cada hoja que crujía bajo mis pies, cada brote de flor que se abría tímidamente al sol, el susurro del viento entre las ramas y el canto lejano de los pájaros, todo contribuía a la perfección efímera de ese instante. No pude contener la urgencia que crecía en mi interior y corrí, como si en esa carrera pudiera dejar atrás el dolor que me había acompañado durante tanto tiempo.

Llegué al árbol que tanto significaba para mí, aquel cuya copa se extendía como un refugio, sus hojas formando cortinas verdes que lo envolvían en un abrazo silencioso. A medida que me acercaba, las rosas que crecían a su sombra parecían volverse más oscuras, marchitas como mi alma, como mis sueños. Me detuve ante ellas, sintiendo que, de alguna manera, compartíamos el mismo destino; ambas, una vez llenas de vida y color, ahora nos desvanecíamos en la penumbra de una existencia marcada por la pérdida y la desilusión.

Al traspasar la cortina de hojas, lo vi a él, recostado a los pies del árbol, con las manos detrás de la cabeza. Su cabello rubio, ligeramente alborotado, cubría su frente, y a medida que me acercaba, sentía la tranquilidad que emanaba de su presencia, una paz que parecía envolverlo todo. Me acerqué aún más, y él seguía sin percatarse de mi presencia, inmerso en ese mundo sereno que siempre parecía rodearlo.

Me senté a su lado en silencio, como solíamos hacerlo, compartiendo esa complicidad silenciosa que no necesitaba palabras, donde cada gesto, cada suspiro, decía todo lo que las palabras no podían. Me recosté a su lado, imitando su postura, y en el crujir de las hojas bajo mi peso, él finalmente giró la cabeza hacia mí. Nuestros ojos se encontraron, y a través de los suyos, volví a ver la pureza de su alma, la luz que siempre había emanado de él, una luz tan cálida y genuina que, al verla, sentí que los muros de hielo que había construido alrededor de mi corazón comenzaban a derretirse.

Él sonrió, una de esas sonrisas que no solo iluminaban su rostro, sino que también obligaban al corazón a sonreír con él, llenándolo de una calidez inesperada, rompiendo con suavidad las barreras que me mantenían prisionera en mi propio dolor. En ese instante, sentí que todo lo que había estado buscando, toda la paz que anhelaba, la había encontrado en su presencia, en esa simple y hermosa conexión que compartíamos, donde el silencio lo decía todo, y donde, por un momento, el mundo se volvía más luminoso y menos solitario.

—Lamento mucho el modo en el que desaparecí, sin darte una razón —dijo, rompiendo el silencio que nos envolvía.

Me apoyé sobre mis codos y lo miré, notando el peso de sus palabras.

—La que lo lamenta soy yo... lo siento, no sabes cuánto...

Sus ojos, azules como el cielo en su mayor esplendor, brillaban con una intensidad que contrastaba con su piel pálida y sus labios rosados. Me miraba fijamente, sin pronunciar una sola palabra, pero en sus ojos se reflejaba un océano de emociones no expresadas. Finalmente, se levantó, sacudiéndose los vaqueros, y en ese instante, cuando creí que se marcharía, sentí cómo mi corazón se encogía, abrumado por la posibilidad de su alejamiento. Mis ojos lo seguían, suplicando en silencio que no se fuera, mientras mi alma, desesperada, anhelaba su compañía.

Respiré hondo, pero el aire se sentía pesado, como si no pudiera llenar el vacío que su partida estaba dejando en mí. Sentí cómo lo que quedaba de mi corazón se quebraba aún más, llevándose consigo la última chispa de fuerza que me mantenía en pie. Justo cuando creí que el dolor me consumiría por completo, Marco se detuvo, giró la cabeza hacia mí, y en ese breve instante, nuestras miradas se cruzaron una vez más, como si el destino nos diera una última oportunidad de no perderlo todo.

—¿Vienes? —dijo, estirando su mano hacia mí.

Instintivamente, la tomé. Su agarre fue firme, levantándome del suelo con una seguridad que me desarmó. Lo miré, anonadada, sin poder descifrar las razones o el significado de su pregunta. Su expresión era seria, pero en sus ojos había una mezcla de determinación y vulnerabilidad que me dejó sin palabras.

—He venido aquí cada día desde que me trajiste la primera vez —dijo, su voz resonando con una sinceridad que atravesó el silencio.

Desde su altura, me miraba fijamente mientras me hablaba, y yo, bajo su presencia imponente, me sentía inexplicablemente satisfecha.

—¿Aquí has estado todo este tiempo? —pregunté, sorprendida por la revelación.

—¿Cómo no volver donde dejé mi corazón? —respondió con una mirada que parecía penetrar más allá de las palabras.

Por primera vez, lo vi con una claridad que antes me había eludido. La forma en que me miraba desencadenó una tormenta de emociones en mi pecho; mi corazón palpitaba con una intensidad tan ferviente que parecía querer escapar y buscar su calor, su abrazo, su seguridad. En ese instante, hallé en él mi refugio, el santuario donde todos mis miedos se disolvían. Quería quedarme allí para siempre, bajo la sombra del árbol que nos envolvía, el mismo lugar donde ahora deseaba haberlo visto desde el principio, como lo veía hoy. En su presencia, el mundo exterior se desvanecía, dejando solo el eco de una conexión profunda, como si hubiera estado esperando pacientemente a que estuviéramos listos para redescubrirla.

—He sido paciente, y ahora tengo una última petición que hacerte —dijo, con una mirada cargada de ternura y anhelo—. Si algún día en tu corazón queda espacio para alguien, por favor, déjame ser yo el afortunado. Siempre he sido tuyo, Selene, siempre.

ShadeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora