BURZOWANOC

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CAPÍTULO 1

A cincuenta minutos de Atlanta sobre de la carretera principal, y a exactamente un kilómetro al sur de Augusta por la ruta 99, se levanta una enorme aldea de casas apelmazadas con techos de agua, corrales, gallineros y caballerizas, pero no propiamente granjas.

Santa Peregrina, como reza el letrero de bienvenida, es una comunidad de veintidós mil habitantes, siendo en su mayoría ancianos, lo que explica el aspecto un poco descolorido y desabrido de la aldea.

Levantada por refugiados de la guerra, se encuentra en el medio de un pequeño valle flanqueado por tres grandes cerros, un río que llega hasta Savannah y un bosque al sur que se une con los territorios de Augusta donde la gente suele venir a cazar a principios de agosto, cuando las peores tormentas han pasado y poco antes de que el otoño toque los pastos... La camioneta se aparta de la carretera adentrándose en Santa Peregrina sin apenas inmutarse. Atraviesa la aldea ignorando las miradas de los curiosos poco o nada acostumbrados a los visitantes, y sigue por el camino hasta el kilómetro 66, donde toma la salida a la derecha, donde comienza la ascensión por el monte, un camino de tierra pisada y grava suelta. El vehículo continúa su marcha tan recta como le es posible y poco a poco virando al norte conforme el camino se estrecha.

Al cabo, aparece delante una barda de troncos y alambre que en realidad es tan sólo una sugerencia de dónde da inicio o termina la propiedad. Burzobanoc Ranch, suena muy poco americano de su parte. Sólo se necesita quitar el postigo y la reja se abre y el carro entra, y desde ese punto hay que conducir un poco más por un sendero agreste. Las vacas, las cabras y los borregos, a la distancia, levantan las cabezas al oír la camioneta, pero apenas hacen algo más que eso. Un par de perros ladran desde alguna otra parte y las gallinas que han escapado de los gallineros, cacarean.

Finalmente aparece a la distancia una antigua casa. Otrora debió ser una construcción soberbia en el medio de la nada, pero ahora se le mira casi abandonada, desvencijada, inclinada al frente como un borracho que se tambalea, es toda de madera de troncos de pino, apuntalada a duras penas, con un porche que parece una especie de rompecabezas aguado al que le faltan piezas, y un techo de tejas falsas, ennegrecidas por el moho y que han empezado a deslizarse, cayéndose y quedándose quebradas por todas partes, acumulándose en montones junto a las rejas de gallinero enroscadas, antiguas llantas de un tractor que ya no funciona, cajas de madera podrida y sacos de semillas cuidadosamente cubiertos con lonas moradas... La casona fue alguna vez, quizá dos décadas atrás, una bonita choza de una única planta, pero grande y amplia con techos altos y unos pocos ventanales que servían al mismo tiempo de puertas y mantenían iluminada la estancia desde todas partes; ahora incluso esos ventanales están rotos, parchados y sucios.

Delante de la casa hay un jardín ornamental que ahora crece de manera silvestre.

Hay un huerto a la izquierda de la casa que sirve de separación con el pequeño invernadero improvisado.

La camioneta se estaciona justo delante del jardín ornamental, y apenas se apaga el motor, Daryl Dixon salta bajando del coche, estirando las piernas doloridas y la espalda a la que le empezaban a salir bolas, se truena la espalda con un sonido doloroso y crujiente, y casi sonríe con malsano placer al escuchar una protesta en forma de gemido desde dentro del vehículo.

Sus ojos, demasiado azules como una mañana nublada, recorren la casa como se mira un cadáver disecado tratando de adivinar el animal que fue en vida, la puerta colgada de la casucha se abre con un chirrido de angustia suplicante de madera demasiado podrida, y casi enseguida asoma un hombre que es apenas más que un cadáver andante.

Arnold Bursowanoc, el dueño del rancho, tiene noventa y seis años; ha perdido mucha estatura y está peligrosamente delgado, pero se mantiene erguido y camina sin demasiados problemas excepto por la pierna rígida que le quedó después de caer de un caballo.

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