FORLORN

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SUBURBAN

Las grandes ciudades fueron las primeras en caer; reducidas y convertidas rápidamente a escombros. Washington, Atlanta, San Francisco, Nueva York, Manhattan, Ohio... Las calles fueron invadidas por cientos de criaturas humanoides de pieles blancas y colgantes que les dejaron la apariencia de velas demasiado derretidas, sus ojos desorbitados escurrían sangre y sus dedos torcidos y rígidos tomaron la forma de garras.

Los que no enfermaron y se convirtieron, sucumbieron.

De una u otra manera.

Hambre, sed, frío, desesperanza.

Incluso una simple gripe te mataba. Los que no se convirtieron en alimento de aquellas cosas, tomar sus propias vidas para terminarlas, aquellos que estuvieron demasiado conscientes de que nadie vendría a rescatarlos, que el gobierno se había olvidado de ellos (si es que acaso aún existía), que no vendrían milagrosos helicópteros con soldados, porque la única vez que lo hicieron fue para bombardear las ciudades en un intento desesperado de hacer un control de daños, dejando retazos de cadáveres esparcidos por todas partes, casas y edificios a medio caer, incendios y fugas de gas y tomas de agua que escupían el líquido por todas partes.

Toma en cuenta, por favor, que todo esto ocurrió en invierno, el verdadero caos se desató a en a en los primeros días del año y las bombas se arrojaron justo antes de una terrible helada que cubrió de nieve todas partes. Los infectados, los enfermos, los sobrevivientes, todos cayeron bajo el peso de uno de los peores inviernos que tengo en la memoria. Y en febrero, para cuando el frío finalmente empezó a ser más amable, los infectados volvieron a llenar las calles como almas en pena que gruñen y escupen y tiran tarascadas a la nada.

Enfundado en mi cazadora, guantes, gorro, botas altas de combate y bufanda oscura, yo, el último sobreviviente de la otrora gloriosa ciudad de Richmond, permanecí sentado en el barandal del edificio departamental, a más de veintidós metros de altura, columpiando los pies mientras masticaba las últimas ciruelas ácidas y oteaba las calles y los tejados con ayuda de mis binoculares, decidiendo si valía la pena el esfuerzo de «salir de compras», o mejor era quedarse y sobrevivir otra semana con lo que tenía. El último sobreviviente de una ciudad con cuatro millones de personas.

Cuatro millones de personas de las cuales no menos tres millones estaban allá abajo entre las calles rondando a trompicones por calles aún nevadas, medio congelados, después de todo, casi quince minutos atrás había terminado de caer una fina nevada, que fue el motivo de que me decidera a contemplar la idea de ir de compras. Aprovechar su aturdimiento porque conforme los días pasaran el clima sólo mejoraría y se me dificultaría salir cada vez más... Jugué con el hueso en mi boca, pensando. Decidiendo... El último sobreviviente porque todos estaban muertos, quizá no sólo allí, sino en toda Virginia.

La tele y la radio hacía días que habían dejado de trasmitir, la señal de internet había caído semanas antes, el 911 no respondía llamadas, te dejaba en espera con una dulce melodía de voz amable que repetía, ESTE ES EL NOVECIENTOS ONCE, ¿CUÁL ES SU EMERGENCIA?

Según mi reloj, eran las siete y cuarto, todavía me acuerdo, estaba oscureciendo. En la oscuridad siempre es más fácil escabullirse de esas cosas, yo tenía una lámpara en el bolsillo y en mi mente repasaba el camino hasta Reverstreet.

Podía llegar por los techos, pero sería hacer demasiado y no sabía si ameritaba el esfuerzo, o podía ir por las calles, pero tendría que ir lento y escondiéndome entre las ratoneras y los recovecos, lo que sería aburrido y hartante, me dije.

Era un 27de febrero de un año bisiesto. Un detalle irrelevante, pero eran ese tipo de cosas las que me mantenían cuerdo luego de un mes completo de abandono, soledad y estrés constante, veintisiete de febrero a las siete y cuarto de la tarde.

JESURYLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora