La fiebre Durnak me mantenía inmovilizada, su calor abrasador recorriéndome como un río de fuego. El sudor perlaba mi frente, deslizándose por mi cuello y empapando las sábanas blancas que me envolvían, como una capa de nieve rota por el calor. El mundo a mi alrededor se disolvía en una niebla espesa, un vago resplandor borroso que distorsionaba mi percepción, mientras la presencia de los dragones se volvía aún más tangible.
Ellos revoloteaban alrededor de mi habitación, sus alas, vastas y membranosas, ondulando en el aire pesado. Los ojos de las criaturas brillaban con una intensidad inquisitiva, reflejando una sabiduría antigua, como si cada uno de ellos estuviera desentrañando los secretos de la vida misma, observándome con una mezcla de curiosidad y veneración.
Los dejé hacer. Les permití que exploraran a su antojo, como si aún fueran pequeños, recién nacidos, aunque sus corazones palpitaban con un poder inmenso. Habían roto su cáscara hacía poco, una extraña maravilla que me parecía aún surrealista.
Tres criaturas, tres guardianes, yacían allí, aún tan jóvenes, pero tan llenos de un propósito que ningún mortal podría comprender, ni yo.
El juramento Marethyl, una promesa sagrada entre nuestras almas, había sellado nuestro vínculo para siempre. Me sentía sobrecogida por la magnitud de lo que había sucedido.
Un poder antiguo, primordial, había forjado esta conexión y, aunque aún no comprendía por completo sus implicaciones, sentía cómo me arrastraba hacia un destino mucho mayor que el mío. La sensación de pertenecer a algo más grande que yo misma era tanto aterradora como embriagadora.
Según las leyes ancestrales de la Élite, cada niño destinado a portar un guardián debería tener uno solo, una criatura cuyo ser compartiera la esencia de su portador, cuya naturaleza se reflejara en su ser físico. El reflejo de su alma. No podía haber excepciones.
Sin embargo, ahí estaba yo, postrada en mi cama, rodeada de tres dragones, cada uno con una naturaleza y apariencia completamente distinta. Nunca antes en la historia de la Élite se había roto tal norma.
El ardor de la fiebre Durnak era mi único alivio en medio de tanto caos. Los paños húmedos que me cubrían no hacían más que adormecerme un poco, mientras la fiebre seguía devorando mi cuerpo y mi mente. La respiración se me volvía errática, como si mi alma misma estuviera luchando por permanecer en este plano terrenal. Y aún así, mis guardianes estaban allí, distribuidos a lo largo de la habitación, como centinelas silenciosos, observando cada uno de mis movimientos, cada uno de mis suspiros.
De los tres, solo uno parecía reflejarme de alguna manera: Hvítra Solstafir. La dragona blanca, cuyas escamas resplandecían como la nieve fresca, pero con un leve tono platino que brillaba bajo la luz de las velas. Su presencia me envolvía en una calma profunda. Sus ojos, de un violeta eléctrico casi metálico, se reflejaban en los míos, pero las pupilas de serpiente que las atravesaban me inquietaban. Era una semejanza desconcertante, pero algo en ella me resultaba familiar, como si el vínculo entre nosotros hubiera existido desde siempre.
«Aunque tampoco estaría mal tenerlos.»
pensé, mientras sus ojos seguían observándome, absortos, curiosos.
Mis otros dos guardianes, sin embargo, eran una paradoja. Ragnarok Stygian, un dragón de escamas plateadas que se desvanecían en negros tonos de ónix, contrastaba con mi propio ser de manera perturbadora. Su figura imponente se alzaba en el rincón opuesto de la habitación, su mirada atrapada en un constante conflicto entre el naranja y el azul, como si sus ojos intentaran encontrar su verdadera forma, su verdadero color.
Y luego estaba Aethelred Lyraestell. Su cuerpo etéreo, como un susurro de la noche misma, parecía desvanecerse entre las sombras. Las escamas de su cuerpo, de un morado tan profundo que se confundían con la oscuridad, absorbían la luz a su alrededor, dejando una estela de misterio dondequiera que pasaba. Sus ojos, una mezcla de azul verdoso y acuático, evocaban las profundidades más insondables de los océanos olvidados. Un enigma, una presencia que desafía la razón.
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La pequeña dama infernal.
FantasíaEn las sombras de Londres, Dafne, una agente secreta de 28 años, se enfrenta a la despiadada mafia italiana. Su misión: capturar al líder. Sin embargo, la traición de su compañera la sumerge en una condena: secuestro, tortura y una decisión desgarra...