La noche había sido una auténtica prueba de fuego. Mientras caminábamos por las calles desiertas hacia el parking, mis hombres y yo permanecíamos en silencio, cada uno inmerso en sus propios pensamientos.
La operación había sido rápida y eficiente: siete italianos muertos, los cuerpos y los coches desaparecidos sin dejar rastro. Nadie podría rastrear nada hasta nosotros. Era casi como si nunca hubieran estado allí, como si todo hubiera sido un mal sueño.
Me quité el pasamontañas y respiré hondo, sintiendo el frescor del aire de la madrugada. Subí al coche y esperé un rato antes de ponerlo en marcha. No quería levantar sospechas, así que me tomé mi tiempo.
Finalmente, arranqué y conduje hacia casa. El cielo empezaba a clarear, las primeras luces del alba se filtraban a través de las nubes. La ciudad se despertaba lentamente, ajena al caos y la violencia que habían tenido lugar esa noche.
Al llegar a casa, dejé las llaves sobre la mesa de entrada y suspiré, sintiendo el peso de la noche sobre mis hombros.
El silencio de la casa era un contraste bienvenido con el estruendo de los disparos y los gritos. Caminé hacia la sala de estar y allí la vi, Daphne, dormida en el sofá. Parecía tranquila, casi como una estatua, ajena a todo lo que había pasado.
Me acerqué con cuidado y la levanté en brazos. Era más ligera de lo que esperaba, casi frágil en ese estado de sueño. La llevé hasta la cama, quitándole los tacones con delicadeza antes de meterla bajo las mantas.
La observé por un momento, notando la paz en su rostro. Sabía que, a pesar de la tranquilidad aparente, nuestra situación estaba lejos de ser resuelta. Pero por ahora, al menos, estaba segura.
Fui a la cocina y me preparé un café, necesitaba despejarme. Mientras lo bebía, hice unas llamadas para asegurarme de que todo estuviera bajo control.
Mis hombres estaban de regreso en sus respectivos lugares, limpiando los últimos detalles. Todo había salido según lo planeado, pero aún había una sensación de inquietud en el aire.
Regresé al cuarto y encendí el ordenador, revisando los informes y mensajes. Era imposible relajarse completamente en este mundo; siempre había algo que gestionar, algún problema que solucionar.
Después de unos minutos, sentí unos brazos pasar por mis hombros y rodearme por detrás. Me tensé por un momento antes de relajarme al darme cuenta de que era Daphne.
—¿Sigue habiendo italianos? —susurró cerca de mi oído.
—No lo sé —respondí, dejando de teclear—. Dijeron que eran algunos, no dijeron cuántos. Allí solo había siete.
Daphne se movió, dándome la vuelta y sentándose sobre mí, sus brazos aún alrededor de mi cuello. Sus ojos me miraban fijamente, llenos de determinación.
—Daphne, por favor... —empecé, pero ella me interrumpió.
—Querías que te dijera lo que siento, ¿no? Pues mira, siento que cuando me tocas, se me paraliza el mundo; cuando me hablas, se me mojan las bragas; y cuando me miras, me imagino todo un futuro contigo. Así que, tal vez sí me importes, a pesar de todo lo que haces. No puedo juzgarte viniendo de la misma sangre, y no puedo juzgar mis sentimientos tampoco, ¿no?
Sus palabras me golpearon como un puñetazo. La sinceridad cruda y sin adornos en su voz me desarmó. No supe qué decir, así que simplemente la miré, notando cómo la distancia entre nosotros se desvanecía. Nuestros labios se encontraron en un beso que, para mi sorpresa, no fue agresivo ni apresurado. Fue cálido, lleno de algo más profundo y complicado de lo que estaba dispuesto a admitir.
Pero entonces, Daphne se apartó, una sonrisa juguetona en sus labios. —Pero si tanto te importo, entonces no te importará quedarte sin sexo —dijo mientras se levantaba—, porque tengo la regla y tengo sueño. Así que, buenas noches.
Me quedé allí, atónito, mientras ella se alejaba hacia la cama nuevamente. Me dejaba con mis pensamientos, con la realidad de lo que acababa de confesar.
Me levanté, apagué el ordenador y me dirigí al baño para refrescarme. Mientras me miraba en el espejo, no pude evitar pensar en las palabras de Daphne.
En este mundo, donde la lealtad y la traición se entrelazan constantemente, las emociones pueden ser un lujo peligroso. Pero ahora, todo se sentía diferente.
Había una vulnerabilidad que no había sentido en años, y no sabía si eso era bueno o malo. Lo único que sabía con certeza era que no podía permitirme perder el control, no ahora, cuando tantas cosas dependían de mantener la cabeza fría.
Suspiré y me dirigí a la cama. Me acosté a su lado, observándola por un momento antes de cerrar los ojos.