Capítulo 31: Entendiendo algunas cosas.

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"Las heridas que te causa quien te quiere son preferibles a los besos engañadores de quien te odia" 

Narra Eizen:

—¡Audrey tranquila, no hagas locuras! —gritaba desesperado su abuelo desde el dormitorio y golpeaba de forma desaforada la puerta que le impedía pasar.

Ella me apuntaba con la pistola, su mano temblaba y sus ojos derrochaban rabia en su estado más puro; pero no era justo, todo tenía su debida explicación, yo no era un delincuente como ella pensaba, jamás hubiese buscado lastimarla y aunque fui un completo idiota, fue el amor lo que me llevó a comportarme así.

Al ver que destrabó el arma y que su dedo rozó el gatillo, temí lo peor. La conocía a la perfección y sabía que en un ataque de rabieta, era capaz de disparar.

De estar poseída por la bronca, pasó a largarse a llorar, un llanto incontrolable y repleto de odio. A continuación bajó el arma y se tomó el rostro mientras pateaba sin control el escritorio. Toda esa bronca que simulaba, no era más que tristeza camuflada. Y créanme que ser el culpable me destrozaba.

—Andate —me pidió respirando hondo y se secó todas las lágrimas—. No te lo quiero volver a repetir.

Colocó el revólver sobre el escritorio y me apuré a sujetarlo y guardarlo. Luego me armé de valor y caminé hacia Drey con el fin de sumergirla en un abrazo, iluso yo al pensar que un simple abrazo podía solucionar un desentendido de tal grado.

Un sonido de sirena policial llegó directo a mis oídos y me vi obligado a huir, me fui corriendo, huyendo como una rata, triste, desolado y perdido, pero con el anillo. No podía pensar con claridad ni actuar de manera correcta, hasta el momento no asimilaba el gran problema en el que me metí y que Audrey no me entendería ni perdonaría jamás en la vida.

—¡No te quiero ver nunca más en la vida hijo de puta! —fueron sus últimas palabras, pronunciadas al tiempo que yo corría rumbo al escape.

Salí de la casa y la sentí dejándose caer, su llanto arrasaba con todo, su tristeza era insaciable, tanto como la mía.

La sirena cada vez se escuchaba con más cercanía y cuando salí me llevé la gran sorpresa de que Victor ya no aguardaba afuera. Mis ojos desolados y ardiendo de la preocupación lo buscaron por todos lados, pero era definitivo: huyó.

Atiné a correr y cuando fui a cruzar la calle divise a la patrulla de policías que se acercaba. Quise morirme, o mejor dicho, me morí. Sentí que mi corazón dejaba de latir poco a poco.

Una luz esperanzadora apareció en medio de tantos desentendidos y una moto milagrosa se estacionó a mi lado, su dueño me obligó a subir y aunque no pude distinguir su rostro ya que se lo tapaba un inmenso casco, confié en él y subí, al fin y al cabo si no lo hacía acabaría en la comisaria.

No tuve tiempo ni para acomodarme ya que arrancó embalado y para mi alivio y tranquilidad en menos de dos minutos logramos escapar lejos de la patrulla.

—Los perdimos, gracias —agradecí precipitado y el conductor frenó de golpe,

—Sos un estúpido —regañó y se quitó el casco. Vaya sorpresa me llevé al ver su rostro. Mis ojos se exaltaron y quedé paralizado. No había conectores posibles que llevaran a que él, estuviese allí brindándome su ayuda.

—¡Sos Javier! O... Ariel, Pier. Wilmer.

—Peter, el amigo de Drey —sentenció muy serio y dio una pequeña patadita al piso, ante mis expresiones confusas, se apresuró a decir—: No entiendo del todo porque estoy acá, pero sabía que tenía que venir.

Ningún obstáculo nos podrá separarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora