12. Caprichoso

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Miré mis manos, todavía estaban manchadas de sangre. No estaba seguro de si era la de mi abuelo o la mía, pero tampoco importaba. El rojo era un recordatorio constante de lo cerca que habíamos estado del desastre, y de lo frágil que era todo, incluso en una familia como la nuestra, que se creía invulnerable.

El silencio de la sala era opresivo, roto solo por el murmullo lejano de otros pacientes y familiares. Nadie se atrevía a acercarse a mí, y estaba agradecido por eso. No tenía fuerzas para las palabras, ni para responder a miradas de compasión o preguntas inútiles. Solo quería que esto acabara, de una forma u otra.

Pero lo que más me asfixiaba era el recuerdo de Angelo. La imagen de su traición, de él apretando el gatillo, me quemaba por dentro. El dolor de ver a mi abuelo caer, de no haber podido evitarlo, de no haberlo protegido, era como una herida que no dejaba de sangrar. Y ahora, todo dependía de lo que sucediera al otro lado de esa puerta, en una sala llena de bisturís y máquinas frías.

Me esforcé por no perder la compostura, por no dejar que el miedo me consumiera. Pero sentado allí, rodeado de la incertidumbre y el dolor, no pude evitar sentirme como un niño perdido en medio de una tormenta, esperando un rayo de esperanza que podría no llegar nunca.


Cuando aquella chica intentó curarme la herida de la mano, una ola de irritación y rabia me atravesó el cuerpo. La última hora había sido un infierno. Había estado tratando de mantener el control, de no dejar que el miedo y la desesperación me consumieran. Pero cuando ella se acercó con el botiquín, tratando de ayudar, algo en mí se quebró.

—Tienes que dejar que te atienda esa herida—dijo con sus manos temblorosas, sin esperar respuesta abrió el botiquín, sacó una gasa y desinfectante—Si no la limpias, podría infectarse.

No quería parecer débil, no podía permitirme que nadie me viera así. Estaba tan irritado que alejé mi mano bruscamente y la miré a los ojos, quería que dejara de insistir, que se olvidara de mí, que fuera a ayudar a mi abuelo.

—No necesito que me atiendas—hablé cortante—Preocúpate por lo que importa, ¿quieres? Mi abuelo está allá adentro muriéndose y tú estás aquí jugando a la enfermera.

Su reacción fue algo que no esperaba. Ella solo suspiro, sin quitarme los ojos de encima, habló—Si no se trata adecuadamente, podrías tener una pérdida significativa de sangre si la herida no se sella correctamente. Pero como quieras, no estoy dispuesta a ayudar a niños ricos y caprichosos.

<<¿Caprichoso?>>

Se levantó, cerró el botiquín, y justo cuando giraba para irse, llegó Nicco, mi hermano menor, con su energía habitual. Sin pensarlo dos veces, caminó directo hacia la chica y la tomó suavemente del brazo para detenerla.

—Deja que te ayude Gian, parece que ella es bastante sincera. Además—dijo con una sonrisa despreocupada, esa que siempre lograba desarmar a cualquiera. Miró a la chica y luego, volviendo su atención hacia mí, añadió—Ella me cae bien.

Lo miré, incrédulo. Nicco siempre tenía una manera de quitarle tensión a cualquier situación, de encontrar humor incluso en los momentos más oscuros. Pero en ese momento, su comentario me sorprendió.

—Está bien— murmuré—Haz lo que tengas que hacer.


Cuando la chica terminó de limpiar la herida y comenzó a recoger el botiquín, supe que estaba a punto de irse.

—Eso debería bastar por ahora—dijo finalmente—Si sientes más dolor o la herida vuelve a sangrar, avísame.

Cuando la chica finalmente se fue, Nicco y yo comenzamos a hablar de lo que había sucedido. Mi hermano susurró, inclinándose hacia adelante mientras me miraba con una expresión grave.

Besos de VenganzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora