28. Soledad

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Al día siguiente, mientras doblaba las últimas prendas para guardarlas en la maleta, un golpe firme resonó en la puerta. Me acerqué y, al abrir, vi a un hombre de rostro inescrutable, vestido con el característico traje oscuro que había visto en los hombres de los Salvatore. Solo me dirigió una breve inclinación de cabeza, y entendí que no había nada más que decir.

Antes de salir, me detuve un momento para mirar mi pequeño apartamento. Las paredes llevaban aún las marcas de mis esfuerzos, de noches en vela y de días agotadores, todo por encontrar respuestas. Llegué aquí a Milán con una misión clara: descubrir la verdad sobre el asesinato de mis padres, y ahora, irónicamente, estaba a punto de adentrarme en el mismo mundo que quizás los había silenciado.

Respiré hondo y cerré la puerta tras de mí, sellando esa etapa.

Sin decir una palabra, el hombre me guió hasta un elegante auto oscuro que esperaba en la acera. Sentí cómo el peso de mis decisiones se materializaba al sentarme en el asiento trasero. Mientras el vehículo arrancaba, miré hacia la ventana, observando cómo se alejaba mi vida tal como la conocía. Sabía que estaba cruzando un límite, uno del que probablemente me arrepentiría. Pero también sabía que, por primera vez, me acercaba a las respuestas que había buscado toda mi vida.


Todo el camino, cada kilómetro recorrido, fue un debate interno que retumbaba en mi mente. Quería detener el auto, abrir la puerta y volver a la vida que conocía, dejar todo este juego oscuro atrás. Pero algo, como una fuerza invisible, me retenía. Tal vez era esa hambre de respuestas o, quizás, la necesidad de estar hasta el fondo, de ver hasta dónde llegaban las sombras de esta familia.

Cuando llegamos, el auto se detuvo frente a la imponente mansión Salvatore. Las puertas se abrieron de par en par y, al bajar, me envolvió un ambiente de lujo y calma tan intenso que casi parecía un sueño. Pero en ese silencio, a lo lejos, escuché música, el murmullo de risas y conversaciones despreocupadas, el eco de una vida que jamás había sido mía.

Me asomé hacia el jardín trasero, y ahí estaban. Gian, Nicco y un grupo de lo que creo son sus amigos, disfrutando de una mañana soleada junto a la piscina. La decoración era perfecta: sombrillas y tumbonas en colores claros, contrastando con el azul cristalino del agua. Todo tenía ese brillo casi irreal, como si no hubiera lugar para la oscuridad aquí, como si nada de lo que hacían en la clandestinidad importara en ese momento.

Mis ojos recorrieron a cada uno hasta detenerse en Gian, quien, desde su lugar, me miró apenas un segundo. Fue un instante, el tiempo suficiente para que nuestras miradas se encontraran y luego, con la misma indiferencia, volvió a su conversación sin reconocerme. Un mensaje claro de que aquí, en esta vida de lujos y secretos, yo era una presencia que aún no merecía ser reconocida.

Uno de los hombres de la casa me escoltó a través de largos pasillos, hasta detenernos frente a una puerta oscura y pesada. Me indicó que debía entrar, y al hacerlo, encontré a Enzo de pie, mirando por la gran ventana que dominaba la vista hacia el jardín. La luz suave de la mañana apenas iluminaba su figura, dándole un aire de misterio y poder casi impenetrable.

—Bienvenida a la casa de los Salvatore, Beatrice—dijo con una cortesía en su voz que no dejaba de sonar amenazante, como si cada palabra tuviera un filo oculto.

Me mantuve firme, alzando la barbilla sin dejarme intimidar.

—Gracias, señor Salvatore. Confío en que mi estadía aquí será tan... interesante como la vida en su familia.

Él esbozó una sonrisa pequeña, apenas perceptible, mientras se giraba hacia mí. Era una sonrisa que no auguraba nada bueno, pero el ambiente entre nosotros quedó suspendido, tenso.

Besos de VenganzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora