29. ¿Celos?

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El sol apenas comenzaba a filtrarse por las cortinas pesadas del cuarto cuando un golpe en la puerta me sacó de un sueño intranquilo. Abrí los ojos, desorientada, antes de recordar dónde estaba: la mansión Salvatore.

—Señorita Beatrice, la están esperando en la cocina para indicarle sus tareas. —Era la voz de una mujer, seca y formal.

Me levanté con desgano y eché un vistazo a mi reflejo en el pequeño espejo del cuarto. Ojeras profundas y cabello alborotado. Suspiré, sacando fuerzas de donde podía. Esto no era una simple tarea; era un campo minado.

Me puse la ropa más sencilla que tenía, una blusa blanca y pantalones oscuros, y caminé hacia el pasillo. La casa parecía aún más imponente a la luz del día. Los pisos brillaban como si estuvieran recién pulidos, y las paredes estaban adornadas con cuadros antiguos que parecían vigilar cada movimiento.

Al llegar a la cocina, me encontré con una mujer de mediana edad con una expresión severa y un uniforme impecable.

—Soy Anna, la encargada del personal. Alessandro Salvatore requiere de atención constante, y será su responsabilidad. El café debe estar listo a las ocho, su medicación puntual, y no tolerará errores.

—Entendido —respondí firme, aunque por dentro algo me decía que andaba mal.

Anna me condujo a una sala contigua donde se encontraba Alessandro, el patriarca de los Salvatore. Estaba sentado en una silla de ruedas, con un libro en las manos, pero su mirada afilada me escaneó como si pudiera ver cada pensamiento que cruzaba por mi mente.

—Así que eres tú quien me estuvo cuidando en el hospital —su voz era rasposa, pero aún imponente.

—Sí, señor. Beatrice.

No dijo nada más, solo asintió y señaló con un dedo la taza vacía en la mesa junto a él. Me apresuré a servírsela.

Pasaron las primeras horas en una rutina que rápidamente entendí: mantener todo en orden, asegurarme de que Alessandro estuviera cómodo y, sobre todo, no cruzar ninguna línea. Pero incluso en el silencio, sentía la presión constante de estar bajo observación.

Mientras ajustaba una manta sobre las piernas de Alessandro, escuché pasos tras de mí. Al voltear, vi a Gian apoyado contra el marco de la puerta, sosteniendo una taza de café.

—No esperaba verte aquí tan temprano —su tono era burlón, pero sus ojos tenían algo más.

—Estoy trabajando. Algo que tú claramente no haces—le respondí sin mirarlo demasiado.

Alessandro dejó escapar una risa grave y apagada, como si encontrara divertida nuestra interacción.

—Gian, déjala trabajar o ¿quieres hacer su trabajo?

Gian alzó las manos en un gesto de rendición, pero no se fue. Se quedó ahí, observándome mientras continuaba con mis tareas, lo que solo aumentó mi incomodidad.

Más tarde, cuando el Don se quedó dormido, aproveché para darme un respiro. Estaba en la cocina, sirviéndome un vaso de agua, cuando Anna apareció con un montón de ropa en los brazos.

—Esto es para ti. El Don quiere que tengas algo apropiado para trabajar aquí. —dejó la pila de ropa en la mesa y se fue sin decir más.

Al revisar, encontré uniformes sencillos pero elegantes, y un par de zapatos negros relucientes. Esto era más que un trabajo. Era un símbolo de control, un recordatorio de que ahora estaba en su mundo, jugando según sus reglas. O solo era un trabajo normal... Claro, olvido el hecho de que estoy rodeada de la familia más poderosa y cruel de Italia.

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Besos de VenganzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora