Capítulo 4. Madre

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Dianna se permitió recargarse un momento sobre el balcón de piedra que asomaba de uno de los corredores. Suspirando, echó un vistazo al paisaje que se pronunciaba a través de los pilares del castillo.
El sol se insinuaba apenas sutilmente detrás de las montañas, por lo que el ambiente aún permanecía ligeramente oscuro.

A lo lejos, observó el lago, en cuyas quietas aguas grises se reflejaba la luna.

La joven respiró hondamente, llenando sus pulmones con la bruma otoñal.

Se dejó llevar momentáneamente por un suave ensueño.
Amaba con su alma a ese castillo que la había acogido desde niña, y que había sido su hogar cuando tuvo que abandonar el suyo para aventurarse a otro continente.

Pensó en casa.

Dianna Vlach creció en una casa de muros gruesos y techos altos; con patios internos cubiertos por las copas de las jacarandas, en donde las empleadas de manos curtidas y rostros arrugados por la amabilidad se sentaban a desplumar a las gallinas.

Pese a sus arraigados prejuicios, las ancianas no se sorprendían en lo absoluto por las habilidades incontrolables de la niña, quien, en repetidas ocasiones, demostraba sus dotes mágicos.
Ellas mismas habían crecido con otra perspectiva de la magia. Y con sus propios ungüentos, tés y rezos curaban enfermedades, atraían la prosperidad, la salud e incluso el amor.

Las ancianas vieron pasar los años presenciando los pequeños tornados que la niña creaba a partir del agua de las fuentes y las flores en el piso; le observaron domesticar aves sin tener que enjaularlas; y, de vez en cuando, notaban que, a pesar de cerrar la alacena con llave, la niña se hacía con trozos de pan y dulces momentos después.

La madre escuchaba los comentarios de las señoras con interés, atribuyéndoselo a que la niña había sido bendecida por un santo, y que por ello contaba con tales dotes excepcionales, lo cual era una explicación absolutamente razonable para las ancianas.

Recordaba a su madre leyendo a menudo en su mecedora en el jardín.

La madre de Dianna era una aclamada actriz, culta, llena de conocimiento y vida.

Orión Vlach conoció a Susanna en el estreno de una obra de teatro a la que había asistido toda la alta sociedad de la época: artistas, políticos y escritores.

Todo el mundo revoloteaba alrededor de Susanna DuPont, pues la magia en ella era una energía magnética que atraía la atención de toda clase de intelectuales.

Susanna provenía de Veracruz.
Había  crecido en una de las varias comunidades formadas por la inmigración francesa durante la colonia.

Su abuelo, un francés que apenas masticaba el español, se había enamorado de una mujer indígena que le había salvado de desangrarse gracias a un encantamiento desconocido.

Susanna era una mujer de pómulos altos, cabello castaño rizado y piel dorada como el sol.
Tenía ojos oscuros y profundos, que en el sol adquirían el color de las avellanas.
Se trataba una mujer alta y esbelta, con manos largas y delgadas.

"-Mamá, qué guapa eres.-" le repetía Dianna cada vez que tenía la oportunidad.

Susanna era una mujer excéntrica, que se llenaba el cuello de collares largos con minerales preciosos: amatista, aguamarina, topacios y ópalos le adornaban el pecho; y en sus delgadas muñecas llevaba siempre brazaletes dorados que tintineaban con cada uno de sus movimientos.

Orión Vlach no fue la excepción y quedó anonadado desde el momento en el que la vio a lo lejos entre la multitud.
Susanna, quien había sido educada por las brujas de su comunidad, podía leer el aura de las personas, y ver a través de ellas. Ambos reconocieron la fuerte magia proveniente del otro y se fundieron a partir de ese momento. Fruto de esa unión nació Dianna.

La llegada de la niña a la familia fue motivo de júbilo para toda la comunidad de magos de aquel país; llegando a reunir a la familia de Susanna, que vino desde la costa, con la extensísima familia de Orión, en su mayoría mujeres.

La familia recibía visitas muy a menudo, a quienes su madre siempre recibía con café y pastelitos, a pesar del clima cálido en el que vivían.
En general se trataba de las mujeres de la familia, de quienes Dianna siempre huía porque sus mejillas terminaban rojas de tantos apretones.
Recordaba sus voces chillonas.
"-Es una muñeca! Seguro lo sacó de su abuela Ofelia.-" argumentaba una.
"-No sabes de lo que hablas, qué no ves? Tiene las pestañas de mi mamá Consuelo.-" peleaba otra.
Era una familia de madres, abuelas y hermanas.

Le gustaba la energía femenina, la emoción y el revuelo causado por la llegada de un nuevo bebé, por la celebración de una boda, de una fiesta.
Le gustaba la anticipación, los preparativos, las reuniones.

Su madre, como la actriz que era, tenía un don para hablar. Tal vez era por la lectura, aunado a su hermosa voz, que cautivaba a todo aquel que la escuchase. Por ende, le invitaban a muchas reuniones, cenas y fiestas; y su padre, ocupado con los asuntos políticos de la magia, dejó a Dianna mucho tiempo sola en casa.

Fue en uno de aquellos solitarios días acompañando a las nanas mientras destripaban a los pescados, que una gata enorme y panzona llegó a dar a luz al patio principal; y entre los gritos horrorizados de las señoras, Dianna acogió a ese ser, en ese entonces más parecido a un ratón feo, que al felino magnífico que ahora era, y que cuidó de ella a partir de ese momento.

Dianna atesoraba los momentos con su madre: sentada en sus piernas en la mecedora mientras leía, caminando de la mano con ella por la plaza del pueblo en el que vivían, dibujando juntas.
Y su madre atesoraba a Dianna.
Era su única hija, la única que había podido tener.

Le enseñó a la niña a cantar desde muy pequeña, le explicó las ciencias que regían el mundo muggle, le enseñó a pintar, a hablar sin miedo.

Se acostaba con ella y con la gata en las noches a acariciarle el pelo y decirle cuánto la amaba, cuánto la había esperado, y también... cuánto la iba a extrañar.

Dianna recordó la última vez que la vio. Susanna la llevó a conocer el mar.
Fue un viaje sólo para ellas.
El recuerdo era vívido, casi tangible: La brisa del océano, el cabello de su madre volando con el viento, las huellas en la arena.
Pero lo que no recordaba era...
El tintineo de sus brazaletes.
En esa ocasión su madre no llevaba ningún adorno, únicamente un vestido largo y liso de manta, con un sombrero de olán negro.

Dianna visualizó a su madre sujetándole un sombrero a ella con un listón de seda, para que éste no se volara con el viento; y cubriéndole con un aceite que dejó su piel dorada, para protegerla del sol.

En esa ocasión se quedaron hasta el atardecer en la costa, recolectando conchas, sintiendo el viento cálido contra sus mejillas.

Hubo un corto en el tiempo.

Su casa estaba llena de gente como nunca antes.
Su padre se encontraba en la mecedora, con los codos sobre las rodillas y la mirada perdida en el vacío.
Las lágrimas rodaban por su rostro inexpresivo mientras pasaban una a una las mujeres de la familia a abrazarlo y decirle palabras que ya no importaban.
Tenía presente el momento en el que se escondió entre las faldas negras de esas mujeres que en otras ocasiones se habían reunido a tomar café con su madre.

Todo se oscureció.

En aquel entonces su padre le dijo que Susanna se había convertido en espuma de mar.

Dianna sintió sus mejillas arder por el frío; y, viendo el vaho salir de su boca, se dio cuenta de que hacía más frío del que pensaba, y el suéter que llevaba no iba a ser suficiente.
Procedió a desdoblar la capa y ponerla sobre sus hombros nuevamente.
-Lo siento profesor, es esto o una neumonía-. Pronunció antes de seguir su camino hacia las aulas.

Fix me (Severus Snape).Donde viven las historias. Descúbrelo ahora