Capítulo 4. Madre

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Dianna miró a través de los pilares del castillo hacia el exterior.
Todavía estaba un poco oscuro, y había bastante bruma, pero la vista era preciosa sin duda.

Amaba con su alma a ese castillo que la había acogido desde niña, y que había sido su hogar cuando tuvo que abandonar el suyo para aventurarse a otro continente.

Pensó en casa.

Dianna Vlach creció en una casa de muros gruesos y techos altos; con patios internos cubiertos por las copas de las jacarandas, donde las empleadas de manos curtidas y rostros arrugados por la amabilidad se sentaban a desplumar a las gallinas.
Aquellas ancianas no se sorprendían en lo absoluto por las habilidades incontrolables de la niña, quien, en repetidas ocasiones, demostraba sus dotes mágicos.
Ellas habían crecido con otra idea de la magia; y con sus propios ungüentos, tés y rezos curaban enfermedades, atraían la prosperidad, la salud e incluso el amor.
Las ancianas observaban a la niña crear remolinos con el agua de las fuentes y con las flores en el piso, domesticar aves sin tener que enjaularlas; y, a pesar de cerrar la alacena con llave, la encontraban frecuentemente con trozos de pan y queso momentos después.

La madre recibía los comentarios de las señoras con interés, atribuyéndoselo a que la niña había sido bendecida por un santo, y que por ello contaba con tantos dotes, lo cual era una explicación absolutamente razonable para las ancianas.

Recordaba a su madre leyendo a menudo en su mecedora en el jardín.
La madre de Dianna era una aclamada actriz, culta, llena de conocimiento y vida.

Orión Vlach conoció a Susanna en el estreno de una obra de teatro a la que había asistido toda la alta sociedad de la época: artistas, políticos y escritores.
Todo el mundo revoloteaba alrededor de Susanna DuPont, pues la magia en ella era una energía magnética que atraía la atención de toda clase de intelectuales.

Susanna provenía de Veracruz. Había crecido en una de las comunidades formadas por la inmigración francesa durante la colonia.
Su abuelo, un francés que apenas masticaba el español, se había enamorado de una mujer indígena que le había salvado de desangrarse gracias a un encantamiento desconocido.

Susanna era una mujer de pómulos altos, cabello castaño rizado y piel dorada como el sol.
Tenía ojos oscuros y profundos, que en el sol adquirían el color del roble.
Se trataba una mujer alta y esbelta, con manos largas y delgadas.
"-Mamá, qué guapa estás.-" le repetía Dianna cada vez que tenía la oportunidad.

Susanna era una mujer excéntrica, quien se llenaba el cuello de collares largos con minerales preciosos: amatista, aguamarina, topacios y ópalos; y llevaba siempre en sus delgadas muñecas brazaletes dorados que tintineaban con cada uno de sus movimientos.

Orión Vlach no fue la excepción y quedó anonadado desde el momento en el que la vio a lo lejos entre la multitud

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Orión Vlach no fue la excepción y quedó anonadado desde el momento en el que la vio a lo lejos entre la multitud.
Susanna, quien había sido educada por las brujas de su comunidad, podía leer el aura de las personas, y ver a través de ellas. Ambos reconocieron la fuerte magia proveniente del otro y se fundieron a partir de ese momento. Fruto de esa unión nació Dianna.

La llegada de la niña a la familia fue motivo de júbilo para toda la comunidad de magos de aquel país; y reunió a la familia de Susanna, que vino desde la costa para ver a Dianna, con la extensísima familia de Orión, en su mayoría mujeres.

La familia recibía visitas muy a menudo, a quienes su madre siempre recibía con café y pastelitos, a pesar del clima cálido en el que vivían.
En general se trataba de las mujeres de la familia, de quienes Dianna siempre huía porque sus mejillas terminaban rojas de tantos apretones.
Recordaba sus voces chillonas.
"-Es una muñeca! Seguro lo sacó de su abuela Ofelia.-" argumentaba una.
"-No sabes de lo que hablas, qué no ves? Tiene las pestañas de mi mamá  Consuelo.-" peleaba otra.
En esa casa todas eran madres o abuelas.

Le gustaba la energía femenina, la emoción cuando iba a haber un nuevo bebé, una boda, una fiesta.
Le gustaba la anticipación, los preparativos, las reuniones.

Su madre, como actriz, tenía un don para hablar, tal vez era por la lectura, aunado a su hermosa voz, que cautivaba a todo aquel que la escuchase. Por ende, la invitaban a muchas reuniones, cenas y fiestas; y su padre, ocupado con los asuntos políticos de la magia, dejó a Dianna mucho tiempo sola en casa.
Hasta que un día llegó la gata, quien cuidó de ella a partir de ese momento.

Dianna atesoraba los momentos con su madre, sentada en sus piernas en la mecedora mientras leía, caminando de la mano con ella por la plaza del pueblo en el que vivían, dibujando juntas.
Y su madre atesoraba a Dianna.
Era su única hija, la única que había podido tener.

Le enseñó a la niña a cantar desde muy pequeña, le explicó las ciencias que regían el mundo muggle, le enseñó a pintar, a hablar sin miedo.
Se acostaba con ella y con la gata en las noches a acariciarle el pelo y decirle cuánto la amaba, cuánto la había esperado, y también... cuánto la iba a extrañar.

Dianna recordó la última vez que la vio. Susanna la llevó a conocer el mar.
Fue un viaje sólo para ellas.
Todo era claro, casi tangible: La brisa del océano, el cabello de su madre volando con el viento, las huellas en la arena.
Pero lo que no recordaba era...
El tintineo de sus brazaletes.
En esa ocasión su madre no llevaba ningún adorno, únicamente un vestido largo y liso de manta, con un sombrero de olán negro.

Dianna visualizó a su madre sujetándole un sombrero a ella con un listón de seda, para que no volara con el viento, y cubriéndole con un aceite que dejó su piel dorada, para protegerla del sol.

Se quedaron hasta el atardecer en la costa, recolectando conchas, sintiendo el viento cálido contra sus mejillas.

Hubo un corto en el tiempo.
Recordó ver su casa llena de gente como nunca antes.
Su padre se encontraba en la mecedora, con los codos sobre las rodillas y la mirada perdida en el vacío.
Las lágrimas rodaban por su rostro inexpresivo mientras pasaban una a una las mujeres de la familia a abrazarlo y decirle palabras que ya no importaban.
Tenía presente el momento en el que se escondió entre las faldas negras de esas mujeres que en otras ocasiones se habían reunido a tomar café con su madre. Todo se oscureció.
En aquel entonces su padre le dijo que Susanna se había convertido en espuma de mar.

Dianna sintió sus mejillas arder por el frío, y vio el vaho salir de su boca. Hacía más frío del que pensaba, y el suéter que llevaba no iba a ser suficiente. Procedió a desdoblar la capa y ponerla sobre sus hombros nuevamente.
-Lo siento profesor, es esto o una neumonía-. Y siguió su camino hacia las aulas.

Fix me (Severus Snape).Donde viven las historias. Descúbrelo ahora