Fogata

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El señor Himura se negó a recibir ayuda para preparar la cena. Apenas llegaron a la casa, solo escucharon gritos de su parte y los envió a tomar un baño. Tardaron un poco en cambiarse, ya que Satoru y Suguru debían ir hasta su cabaña y regresar. Y por su parte, Nanami y Haibara tuvieron que tomar turnos para ducharse.

Eran eso de las ocho de la noche cuando por fin estuvieron listos, y después de un día como ese, todos tenían muchísima hambre. Hasta ese momento solo habían comido algunos onigiris que compraron en la única tienda de conveniencia del pueblo.

—¡Hay que ver todos los disgustos que ustedes le hacen pasar a este pobre anciano! No solo no aparecen en todo el día, ¡sino que cuando regresan están hechos unos trapos! —dijo el señor Himura.

—¿Y ahora por qué habla en tercera persona? —dijo Satoru mientras se metía un pedazo de pescado a la boca. Hasta había llegado su huelga "en contra del atún maldito".

El anciano le dio un golpe en la cabeza con un pedazo de periódico.

—¿Te crees que estás en posición de hacer bromas?

Suguru y Haibara hicieron lo posible por contener sus risas después de semejante golpe, y Nanami solo entornó los ojos.

Siguieron comiendo tranquilamente, y la cena les supo a gloria. El señor Himura había preparado una sopa de algas, vegetales al vapor, arroz y pescado preparado con un toque de salsa de soya y aceite de sésamo. Incluso había hecho té verde para acompañar la comida.

—Señor Himura, —Preguntó Hiabara cuando ya estaban terminando de cenar. —¿Por qué tiene todos estos periódicos en el piso? ¿Quiere que lo ayudemos a moverlos a alguna parte?

—Sí, hagamos una fogata esta noche. Estoy cansado de guardar tanta basura que no sirve para nada.

Armar la fogata y sacar todos los periódicos, revistas y libros no les tomó mucho tiempo. Se situaron todos un poco alejados de la casa, en una colina; ya que no querían que el humo entrara a las habitaciones, sería un lío dormir con ese olor.

La brisa seguía, pero ahora era mucho más leve incluso se podía decir que hacía frío.

—Señor Himura, ¿por qué quiere quemarlo justo ahora? —preguntó Haibara.

—Ya les dije, esto ya no me sirve de nada.

—¿Por que no? aquí dice  que usted fue un gran héroe. — Satoru aprovechó el momento para hablar de las notas que había visto hace unos días.

—Eso fueron puras mentiras. La única que fue un héroe fue mi esposa.

Nos conocimos cuando yo era un ayudante en uno de los barcos de mi tío. Era joven y no tenía más que hacer, nunca se me dio bien hacer otra cosa que no fuera estar en el mar. Conocía estas aguas mejor que nadie y amaba ir a pescar, aunque lo que ganábamos fuese una miseria. Un día, en mar abierto encontramos una embarcación a la deriva. Tenía el motor apagado y no parecía que hubiera nadie dentro. Aparentemente, el barco había naufragado hasta llegar aquí.

En ese momento algo me decía que podían haber personas que necesitaran ayuda dentro. Era una embarcación bastante grande como para estar sin ninguna persona. Le insistí mucho a mi tío y, al final, me dejó ir a revisar. Recorrí cada una de las cabinas que tenía, la sala de mando, la cocina, el cuarto de máquinas, y no había nadie. Justo cuando me estaba dando por vencido y pensaba regresar, la vi. Desmayada en uno de los pasillos, con heridas en todo el cuerpo y deshidratada.

Mis primos exageraron con todo el tema del rescate, así que me dieron esa medalla por haberla salvado, pero lo cierto es que solo tuve suerte. Estuvimos juntos todo el tiempo, incluso cuando la trasladaron al hospital de la ciudad más cercana. Cuando despertó, pensé que me odiaba. No hablaba y, siempre que las enfermeras o yo queríamos acercarnos, nos atacaba. Muchas veces pensé en irme, regresar a mi vida en isla y dejar a esa loca, maniática, agresiva, egoísta y pedante sola. Pero cada vez que lo intentaba, volvía al par de horas al hospital. Yo simplemente no podía dejarla allí e irme. Su soledad me dolía mucho. Era como si hubiese encontrado a alguien que ni siquiera sabía que estaba buscando.

Pasó mucho tiempo antes de que me pudiera aceptar, pero desde entonces, no pudimos separarnos. Fuimos amigos, luego de mucho rogarle nos convertimos en novios, y después nos casamos. Ella decidió que viviéramos en la isla. Decía que ese día había vuelto a nacer y que ahora este era su hogar.

Ella nunca hablaba de su familia, de sus amigos ni de nada que involucrara su pasado. A mí tampoco me importaba. Mucha gente en el pueblo empezó a inventar rumores. Decían que seguramente estaba huyendo de algo, que debía pertenecer a alguna mafia. Todos eran unos idiotas, pero no nos importaba porque estábamos juntos.

Nunca pudimos tener hijos, pero éramos felices con nuestra vida aquí. Pasamos mucho tiempo así, hasta que un día regresé de pescar y ella... —El señor Himura hizo una pausa, intentando no llorar.

—Cuando llegué a casa ya me la habían arrebatado. Había sangre por toda la casa, la puerta estaba rota, la casa desordenada. Ella estaba tendida en el suelo, en la misma postura en la que la encontré la primera vez que la vi. Solo que esta vez yo había llegado demasiado tarde.

Nunca encontraron al culpable de su muerte y yo, como un cobarde, lo único que pude hacer fue quedarme en este lugar. Porque al menos aquí podía recordarla. Podía verla en cada esquina de esta casa: su juego favorito de ollas, el lugar donde por tantas noches dormimos juntos, el sofá donde tantas veces conversamos. Aunque esos recuerdos se mezclaban con las escenas de horror de esa noche. Esta casa está llena de mis recuerdos más hermosos y de mis peores pesadillas. Yo simplemente no podia irme—.

En ese punto el señor Himura no dejaba de llorar. Cualquiera al verlo de esa manera y con tanta desesperación pensaría que la muerte de su esposa había ocurrido hace unos pocos meses, cuando en realidad habían pasado muchos años. Suguru se acercó a él y le ofreció su pañuelo.

—Esto lo podemos dejar para otro día. ¿Por qué no vamos a descansar? ¿A tomar algo?

—No. Es hora de que deje todos estos recuerdos atrás. Hoy extrañé que ustedes no estuvieran aquí, fue la primera vez que extrañaba a alguien que no fuese mi esposa. Me di cuenta de que en todos estos años no había sonreído con alegría ni una sola vez, no tengo amigos y en mi amargura alejé a mi familia, no hay nadie que considere cercano. Solo me he dedicado a autocompadecerme, a enterrarme en vida en esta casa. Si ella me viera hoy, viejo, vacío y sin nada, seguro se avergonzaría de tener un marido como yo.

—Claro que no —dijo Haibara, que lloraba igual el señor Himura, aunque también parecía enojado—.ella lo hubiera entendido.

Se escuchó un ruido sordo en el fuego, como si alguien hubiese tirado algo. Era Satoru, que había comenzado a lanzar cosas al fuego. El anciano se limpió la cara y procedió a imitarlo. Solo en ese momento se pudo distinguir una sonrisa triste que empezaba a asomarse en su rostro.

Quemaron todos y cada uno de los documentos que el anciano quería desaparecer y se quedaron observando el fuego todos juntos.

Esa noche el anciano lloró todo lo que su corazón había estado cargando durante años, y los chicos se mantuvieron a su lado. Bebieron un poco de sake y escucharon todas las historias que el anciano quería contarles. A las horas, el dolor, las lágrimas y el licor hicieron que se quedara profundamente dormido. Haibara lo llevó a su habitación y lo dejó descansando en su cama.


Strawberry fields foreverDonde viven las historias. Descúbrelo ahora