Capítulo 40

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Narra Adriá

La celebración había comenzado como una velada perfecta, un momento que no solo simbolizaba la paz y estabilidad del reino después de tiempos difíciles, sino también un respiro para nuestras almas. Estaba rodeada de los seres que amaba: Dareck, mi esposo; Tamara, mi suegra; Penny, mi cuñada, y la pequeña Leah, quien se había convertido en el centro de atención con sus sonrisas inocentes. Mi propia familia estaba allí también: mi padre, mi hermano, y mi madre, todos celebrando juntos, por primera vez en mucho tiempo, sin la sombra de la guerra o la traición.

Las risas resonaban en el gran salón, y la calidez de la hoguera hacía que el ambiente fuera aún más acogedor. Las personas leales a la corona, amigos y aliados cercanos nos rodeaban. Joa, el ejecutor más leal de mi padre también estaba presente con su esposa y sus tres hijos, Duncan, Cameron y Jolye. Me alegraba verlos compartiendo en un ambiente más relajado, lejos de las tensiones que habían marcado nuestros últimos días. Aunque la esposa de Joa, no me caía muy bien, había cierta energía pesada en ella.

Todo parecía estar en calma, hasta que noté una pequeña discusión que se formaba al otro lado de la sala. Joa y Dareck estaban hablando, o más bien, discutiendo. Lo había visto venir, pues sabía que Joa aún no confiaba plenamente en Dareck. A pesar de todo lo que había sucedido, las cicatrices de la traición que nunca ocurrió todavía eran profundas para algunos.

—No puedes esperar que todos confiemos en ti de un día para otro —escuché a Joa decir, su tono cada vez más agresivo.

—¿Y quién eres tú para juzgar eso? —respondió Dareck, claramente irritado.

Los murmullos comenzaron a llenar el salón, y me dirigí hacia ellos, intentando calmar la situación antes de que se saliera de control. Joa, aunque leal a mi familia, seguía viendo a Dareck como una amenaza, como si no pudiera borrar de su mente lo que había pasado antes. Si yo pude, no veía porque él no pudiera.

—¡Dareck! —intervine, poniéndome entre ambos, tratando de apaciguar las tensiones—. Esto no es necesario, no ahora.

Pero Dareck, enfurecido, no escuchaba razones. En un arranque de ira, lo vi tomar a Joa por el cuello y, con una fuerza que no había visto en él antes, lo levantó del suelo y lo empujó contra la pared con brutalidad.

—¡Dareck, no! —grité, pero mis palabras parecían no llegarle.

—¡Suéltame! —Joa intentaba liberarse, pero no tenía el poder para hacerlo, a pesar de ser el más temido de los ejecutores del reino. Dareck estaba fuera de control.

De repente, un grito desgarrador rompió el ambiente tenso. Era Tamara, su madre, quien había visto todo desde la distancia y corría hacia nosotros con desesperación en los ojos.

—¡Dareck, no lo hagas! ¡No puedes pegarle!

Dareck, confundido, la miró por encima del hombro sin soltar a Joa.

—¿Por qué no? —preguntó, su voz llena de ira, pero también de confusión—. ¿Por qué no puedo? ¡Él me ha desafiado una y otra vez!

El salón entero se quedó en silencio. Todos miraban expectantes, con miedo de lo que podría suceder.

Tamara, aún jadeante por la carrera, se acercó lentamente. Sus ojos estaban llenos de un dolor profundo, y en su mirada se escondía una verdad que no esperaba descubrir aquella noche.

—Porque te hice una promesa —dijo con la voz temblorosa pero firme—. Prometí que, si alguna vez te encontrabas con él, no permitiría que le hicieras daño a tu padre.

Las palabras de Tamara cayeron como una losa en medio de la sala. El impacto fue inmediato. Sentí que todo a mi alrededor se congelaba, y no fui la única. El rostro de Dareck pasó del enojo a la confusión, y luego al shock. Sus ojos se movieron de su madre a Joa, y luego hacia mí, buscando respuestas.

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