La Cueva de los Demonios

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Durante el transcurso de las últimas horas, mi ruta no se desvió de aquel sendero de mala muerte. El rastro de pisadas parecía no acabarse nunca: cada vez que giraba en alguna curva o traspasaba un nuevo grupo de árboles, aquél sendero me transbordaba hacia un nuevo camino. El sol me embestía por la espalda, cosa que era insufrible, más aun teniendo en cuenta que era un lobo (grande y peludo) que cargaba encima una pesada armadura (caliente debido a los fuertes rayos del sol).

Necesitaba localizar algún refugio, alguna casa o cualquier cosa. No soportaba más el calor del sol, el bosque y los arboles. Tampoco daba más; el cansancio que tenía era aplastante. Mantener mi aspecto lobuno me debilitaba mucho, lo cual era muy raro. Para cambiar de forma uno no requería de bastante energía, era más bien un acto natural que no precisaba demasiado esfuerzo. No obstante, por alguna extraña razón, éste mundo, mejor dicho, el ambiente de éste universo paralelo, en el que yo era un intruso, ejercía un efecto peregrino sobre mí: atenuaba mis poderíos. Me sentía cansado a todas horas. Eso no era nada bueno.

Por otro lado, hubo momentos en que mi camino se convertía en otro y se separaba del bosque. Uno de esos santiamenes tuvo lugar cuando el sendero de tierra terminó a los pies de un puente de piedra que se alzaba sobre un vacio a varios metros de altura. Una corriente de agua, ornamentada de rocas y otros peligros, discurría con premura a miles de metros por debajo de donde estaba. Sentí vértigo al cruzar el puente (esté parecía inestable y de haber podido convertirme en un halcón lo habría hecho), pero al pasar al otro lado, recobré la confianza en mí mismo y seguí mi camino.

A medida que avanzaba, los árboles se iban separando de a poco. En una o dos ocasiones me encontré con varios animales del bosque, entre ellos conejos y ciervos. Algunos lugares eran más profundos que otros; en ciertas ocasiones, me encontré circulando por debajo de una zanja y otras veces por encima de unos árboles caídos.

La tarde llegó a su fin más pronto de lo que yo previne. Justo antes de que el último vestigio de sol desapareciese del cielo, una laguna de proporciones gigantescas se cruzó en mi camino, a un costado del camino, y consideré que era oportuno descansar. Cambié de forma, hasta convertirme en un ser humano, y me descolgué de encima todas las pertenencias, depositándolas encima de un manto de hojas verdes. También me deshice de mi armadura, que ya pesaba mucho y se volvía un poco incomoda, y me metí al lago, sumergiéndome en sus aguas frías y poco profundas. El agua fría fue un placer exquisito. El sudor que emanaba de mi cuerpo, y que se había adherido a la remera y pantalones deportivos que tenia por debajo de la armadura, se fundieron con esas aguas cristalinas, disipando un poco el olor. Una vez fuera del agua, tomé mi espada por la empuñadura y con ella me dispuse a cazar varias peces que nadaban libremente en la laguna. La hoja de mi espada se encontró con los cuerpos de dos peces. Aquellos dos vertebrados acuáticos no eran nada que yo haya visto antes en mi propio mundo. Eran una especie, o raza, de peces distinta a las que yo conocía. Daba igual, armé una fogata, use la hoja de la espada, cuidadosamente, para quitarle las escamas a los peces, abrí con delicadeza el vientre de estos y les saqué las tripas. Los cociné y me los comí. Algo debía de estar haciendo mal: estaban horribles. No obtuve tan buen resultados como pensé que tendría, pero eso fue más que suficiente para alimentarme y saciar mi hambre. Los paquetes de galletitas que había en la mochila de Dolores los conserve como una reserva de emergencia. No sabría cuantos días estaría atrapado en este mundo, por lo cual debía guardar para más adelante cada cosa que tenia.

Lo único que me gustaba de aquel sitio era la calma que había durante la noche. Los animales estaban dormidos, las estrellas iluminaban el rio y una tranquila sensación de paz se respiraba en el aire. Ya no estaba tan asustado como lo había estado ayer.

Me desvelé pensando en mis padres y en la guerra. Me inquietaba mucho saber que ellos estaban allí, peleando contra los centauros, al igual que otros millones de filitcios, y yo estaba acá, tranquilo y descansando, sin hacer nada útil.

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