Testimonios del Pasado

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–No pienso desperdiciar ni un minuto más de mi tiempo en esta sesión sinsentido. Si no tenés interés en aprovechar el espacio de ésta consulta, podes cruzar esa puerta, ir a la oficina del director y darle de baja al tratamiento. No tiene sentido sacarte en horas de clase para que permanezcas cuarenta y cinco minutos en silencio. Es tu decisión, Mía. Si querés irte, pues adelante –si bien el tono de voz tenía un retoque frívolo al final de cada oración, la doctora Juana Ingrata no reflejó en lo facial ninguna señal de estar molesta. Sus ojos marrón claros me examinaban con detenimiento de arriba abajo, a través de los cristales opacos de sus redondos anteojos.

Bajé la cabeza y me miré las uñas de las manos, en un intento de eludir la trivial mirada de la psicóloga escolar. No quería hablarle, mucho menos tener que escucharla, y de ser por mi me iría sin titubear de aquella maldita sala infernal, pero tampoco quería marcharme y quedarme con el regusto amargo del no haberlo intentado. Mi vida era un caos, una ensalada rusa condimentada de odio, tristeza y miseria; el alimento preferido de cualquier psicoanalista saludable. Pero no podía; no quería abrirme con alguien que apenas conocía, por más que jurará mantener el secreto profesional y bla, bla, bla. No tenía ganas de que me psicoanalizasen y el silencio que perduró tras lo último dicho por la doctora fue interpretado por parte de ella como un "si" a la renuncia de la consulta.

La vi guardar sus cosas en su portafolio y levantarse del diván.

–Yo no soy esa loca que todo el mundo piensa que soy –dije molesta, en un arrebato de bronca. No era justo que tuviera que estar pasando por todo esto cuando yo no era más que otra pobre victima que sufría acoso escolar. Los otros que me hacían la vida imposible, ellos eran los que necesitaban ir a un lugar como éste, analizarse y ver que mierda tenían mal en la cabeza. No yo.

Juana Ingrata permaneció de pie delante mío, expectante.

– ¿Por qué crees que el resto del mundo te considera una loca?

– ¿Por qué sino estoy acá? Los profesores, el director, los malnacidos de mis compañeros y el resto de los demás me tratan de loca y por culpa de ellos estoy acá, ¡cuando no debería ser así! ¡Es todo muy injusto! –y esto último lo expresé en un grito que me salió de adentro, en un desgarro de dolor y furia. Toda mi vida fui víctima de un acoso no merecido y eso me arruinó cada momento bello que alguna vez pude tener.

Unas lagrimas de frustración y rabia se formaron al borde de mis ojos e hice un intento desesperado por contenerlas allí. No quería llorar; si lloro entonces no soy una chica con carácter: "ella es hermosa, divertida y tiene carácter (cosa que Mía no tiene)...". Me mordí el labio con fuerza con solo recordar aquello.

La psicóloga se sentó nuevamente en el diván y sacó del portafolio su bendito cuaderno de notas y se puso a escribir Dios sabe que. ¿Qué tipo de observaciones creen que puede conseguir con solo decir unas cuantas frases?

–Cuando el director de tu escuela me asignó tu caso, el motivo que utilizó no fue el que creyera que estuvieras loca, Mía. Nadie lo cree. La terapia tiene como función principal el...

–No me interesa la función principal de la terapia. No me creo esa basura. ¿Quieres psicoanalizarme? Está bien, pregúntame lo que quieras y yo prometo contestar bien. Después podes ir y chusmearle todo al director Marengo para que haga alarde con los demás de mi miseria...

–Nada de lo que me digas saldrá de esta habitación. Si tu director pregunta, lo único que le diré es si la sesión te sirve de ayuda o no. El resto es cosa nuestra.

El reloj plateado de la pared indicaba que aun restaban treinta minutos para que terminase la sesión. Que fastidio. No quería estar aquí metida, quería que las dos horas restantes a la salida del colegio pasasen volando y que así diera fin a esta maldita semana. Los viernes eran gratificantes solo por eso. No tendría que pisar este lugar hasta la semana siguiente.

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